jueves, 16 de junio de 2022

Dios y la prosperidad

Dios y la prosperidad

Eduardo de la Serna



En algunos ambientes se escucha decir que si alguien hace tal o cual cosa (por ejemplo, “si diezmas”) «Dios te prosperará». Dejo de lado que, así dicho, pareciera que el objetivo principal es la prosperidad (mía) y no que Dios sea amado (“amar a Dios sobre todas las cosas” te la debo) y me detendré en el hecho. Hecho que, además, parece bastante “comercial”, yo a Dios le doy para que él, a su vez, me dé, me bendiga.

El tema es muy interesante y merece una mirada detenida. Veamos, al menos brevemente, para empezar.

En los libros y textos más antiguos de la Biblia es habitual señalar que a quienes son fieles a Dios, él los “bendice”. Y la bendición se manifiesta en abundantes ganados y cosechas, una larga vida y muchos hijos. De hecho, a modo de ejemplo, es evidente que una mujer estéril es signo visible de la ausencia de bendición por parte de Dios; o el escándalo causado por la muerte joven del justo. La idea se puede sintetizar en la imagen de que “al bueno le va bien y al malo le va mal”.

Pero la experiencia, especialmente después de que el pueblo de Israel vive momentos difíciles y de opresión por parte de otros pueblos, le dice a los que quieren saber mirar, que ese dicho no siempre es verdadero. Muchas veces podemos ver lo contrario. A esto se refieren especialmente dos libros bíblicos: el Eclesiastés (o Qohelet) y el de Job. Aunque no logran una respuesta acabada tienen al menos claro que esa “teología” es falsa.

Pues yo tenía entendido que les va bien a los temerosos de Dios, a aquellos que ante su rostro temen, y que no le va bien al malvado, ni alargará sus días como sombra el que no teme ante el rostro de Dios. (Qoh 8:12-13)

 

La situación se agrava cuando, en épocas del imperio griego, y luego, también del romano, a los fieles a Dios los matan por serlo y a los injustos los premian. ¿Y Dios? Parece ausente… ¿por qué me has abandonado?

Además de la falsedad teológica del dicho, todavía queda claro que, parecería, que los justos creen tener “mérito” como para pretender acceder a los dones divinos. Y no poseerlos sería indicio del abandono de Dios a los suyos. San Pablo dedica muchos párrafos a cuestionar esta teología del “mérito” (la “meritocracia” no tiene cabida en el Evangelio de Pablo).

Jesús y todo el Nuevo Testamento eligen otra “lógica”, que es la del amor. La del amor extremo. Y la característica del amor es la del don (no de esperar recibir) y la gracia / gratuidad (“gratis lo recibieron, denlo gratis”). Vaciarse a sí mismos por amor a Dios y a los / las / les otros / as / es será la característica de la vida en seguimiento de Jesús.

No se trata, entonces, de esperar la “prosperidad”, sino de amar; no se trata de recibir los “dones” sino de “darse”, no se trata de nosotros sino de los otros (y otras y otres). La característica, evidente, del amor es que hay otra persona que espera ser amada, y que nos volvemos más parecidos a Dios cuando la amamos.

Podemos decir que ya desde el final del Antiguo Testamento, y claramente en el Nuevo, la lógica “comercial” en la relación con Dios queda desarticulada. Ciertamente es normal en nuestra vida cotidiana: cuando pagamos un producto, damos dinero (o canje, o trabajo) y esperamos recibir lo adeudado (y, cuando eso no ocurre, se entra en el duro terreno de la injusticia). Pero las relaciones de amor – y las relaciones con Dios – no se estructuran con esa lógica (en latín se usa la fórmula “do ut des”, doy para que [me] des) y dan un paso más adelante. Por ejemplo, cuando la hermosa canción dice: «Cristo de las redes / no nos abandones / y en los espineles / déjanos tus dones», por bella no deja de entrar en el esquema de la prosperidad y los dones esperados por parte de Dios. Con mucha frecuencia la imagen de quienes esperan en la llamada “providencia” parecen olvidar que, en muchas ocasiones, debemos ser nosotros quienes nos volvemos providencia para las demás personas. La bendición no se manifiesta en prosperidad y dones sino en recibir el abrazo de Jesús, en “robarle” una sonrisa.

 

Foto tomada de https://www.istockphoto.com/es/foto/el-crecimiento-gm546200366-98626795


Agrego a lo aquí escrito a raíz de reacciones...

Hizo ruido

Eduardo de la Serna

Me resultó interesante notar ciertas reacciones de amigas y amigos frente a lo que acabo de escribir y enviar sobre la “prosperidad”. Y quiero destacar, antes que se me malinterprete, que no pretendo decir que “tengo razón”; pero sí que tengo “razones” para afirmar lo que dije y mantengo.

Creo que – detrás de los runrunes – existe, para empezar, la siempre vigente tensión entre la justicia y la gratuidad. La situación lacerante de la injusticia, que vivimos y palpamos a diario nos vuelve hipersensibles (justamente hipersensibles) ante el dolor. El reclamo por justicia es impostergable. Con sensatez Juan Pablo II la llamó “una justicia demasiado largamente esperada”. Y, señalémoslo, la justicia no es un derecho… es un deber. No me es posible hacer justicia “si quiero”, ¡debo hacerla! La gratuidad, en cambio, es un derecho. Y, si bien, puede parecer, superficialmente, que es un derecho al que no le afecta en nada la justicia, ¡no tiene ese derecho! La gratuidad solo es cristiana si supone la justicia, si va “más allá” de la justicia, si la supera. Para sintetizarlo, la justicia es un deber, el amor es un derecho. No puedo exceptuarme de la justicia, no puedo ser obligado al amor. Si debo 100 ¡debo dar 100!, aunque puedo dar 150 (nunca 80). Si el amor ignorara la justicia no sería verdadero amor sino sarcasmo, o indiferencia.

En las distintas teologías de la liberación, algunas – sensatamente – ponen el acento en la justicia. La situación de los pobres es causada por la injusticia y es un deber moral solucionar este drama existencial. Dios, entonces (por eso es teología, y no sociología) toma partido por las víctimas, y lo mismo deben hacer los cristianos y cristianas; de justicia se trata. Otras teologías de la liberación sostienen que la opción por los pobres tiene su origen sencillamente en que “así es Dios”. El Dios de la Biblia es un Dios que toma claramente partido por los pobres. ¿Por qué? Porque así es Él (Ella). El amor lo constituye.

Es indudable que ambas lecturas no son excluyentes, y que, además, ambas pueden extremarse de un modo negativo. Los ejemplos huelgan y son fáciles de entender en uno y en otro sentido.

Otro elemento que, me parece, está presente en la incomodidad provocada por mi texto, es que siempre, de algún modo, esperamos recibir algo. Aunque más no sea la grata sensación de ser amados. Y entender que eso pervierte el amor se parece más al gnosticismo que al Evangelio. Es verdad que también esto puede extremarse (como casi todo lo humano, señalémoslo). Es evidente que en el amor se suele recibir amor (“amor con amor se paga”), y que ese amor recibido alienta el más amor que podemos dar. Y, además, que ser amados “nos hace bien”. El tema, en mi escrito, es que cuando de amor de Dios se trata, este suele “sentirse” o manifestarse en sus “dones”. Cuando Caín se da cuenta que Dios aceptó la ofrenda de Abel y no la suya, todo indica que “se da cuenta” por los frutos: cosecha o ganado (¿de qué otra manera lo sabría?). Entre paréntesis, notemos dos cosas: 1. En ningún momento se dice que una ofrenda era buena y la otra mala, sino simplemente que a Dios “le gustó” gratuitamente la ofrenda de Abel. 2. Uno que se relaciona con Dios, y le da culto, es igualmente capaz de asesinar a su hermano.

¿Quién podría decir que no es grato sentir – de alguna o de otra manera – que Dios nos quiere y nos bendice? Sin embargo, y creo que acá está el corazón del amor verdadero, yo a Dios ¿lo amo para que me dé su amor o lo amo porque quiero amarlo? Si lo amo, sería “justo” que me regale amor a su vez. Si lo amo porque quiero amarlo, esto sería “gratuito”, sencillamente, no porque estoy aguardando su respuesta (aunque celebre si esta llega, por cierto).

Queda otro elemento: es normal y popular que en nuestra oración “pidamos” por tal o cual cosa: salud, pan y trabajo, justicia y paz… No voy a entrar en analizar algunos textos de los Evangelios, habitualmente leídos de un modo fundamentalista (especialmente, “pidan y se les dará”), simplemente es evidente (aunque muchos teólogos hoy la cuestionan o, también, la rechazan) que es humano pedirle a Dios. Especialmente cuando pedimos cosas buenas, y – en tantas ocasiones – pedimos para otros, no para nosotros mismos. Pero no deja de ser un tema para el análisis tratar de conocer cómo es Dios, como para saber cuánto puede y cuánto no puede conceder u obrar conforme a nuestros pedidos. Parece evidente que la oración más plena, la que es más parecida a la de Jesús, es, más que pedir “X” cosa, pedir o buscar o desear o recibir que “se haga tu voluntad”.

Tengo amigos y amigas. Y celebro y me da vida tenerlos y tenerlas. Pero lo que me da vida es la amistad, no cuando me hacen un regalo, por ejemplo (cosa que suelo celebrar, por supuesto). Estar con ellas y ellos, escucharlos, mirarlas, compartir. “Tratar de amistad”. Obvio que si estoy en alguna necesidad es sensato pedirles alguna ayuda… o compañía. Pero no es eso la amistad.

Sintetizando… ya he señalado que creo que el cristianismo no es una religión (o que es mucho más que una religión). El que toma la iniciativa, ¡siempre!, es Dios. Lo nuestro pueden ser “actos” (eso sería lo religioso: oraciones, culto, ofrendas…) pero nuestro encuentro con Dios no viene dado por nuestra “subida” sino por la “bajada” de Dios que nos sale al encuentro. Creo que es el amor lo único que cuenta, aquello por lo que a la tarde seremos juzgados. Si Dios es amor y si los demás conocerán que somos discípulos de Jesús si nos amamos unos (y unas) a otros (y otras), es evidente que sólo en el amor nos pareceremos un poco al Dios que es Madre y que es Padre.


Cualquiera que me conozca o que ande en estos temas notará una clara influencia carmelitana en esto 👆🏾: Teresa, Juan, Teresita (y teólogos con influencias carmelitanas). Por eso hablé de "mis razones".


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