lunes, 3 de mayo de 2021

Hablar de Dios durante el Covid

 Hablar de Dios durante el Covid

Eduardo de la Serna

 


El título con el que quiero encabezar esta reflexión remite a una serie de frases bien conocidas. El gran Dietrich Bonhöffer (+1945) se preguntaba cómo hablar de Dios “en un mundo adulto” (1944), entendiendo por tal un mundo que de desenvuelve sin necesidad de Dios. A partir de un diálogo con un amigo judío, Johann Baptist Metz, el “padre” de la teología política, se formuló con frecuencia “cómo hablar de Dios después de Auschwitz (1980). En coherencia con esto, Gustavo Gutiérrez se formuló “cómo hablar de Dios desde Ayacucho” (1988) y Jon Sobrino cómo creer después del “Sampul y del Mozote” (1994). En todos estos casos, el planteo tiene una doble cara: la aparente ausencia de Dios, y lo aparentemente todopoderoso de la crueldad humana. Hace unos años, invitado por mi amigo Jorge a hablar con motivo de los 75 años del levantamiento del Gueto de Varsovia (1943) al terminar se me acercó una señora. Muy mayor, me dijo “Yo estuve en Auschwitz y en Dachau. ¿Dónde estaba Dios ahí?”. Usando la muy feliz imagen bíblica que utiliza el Papa Francisco, yo debería haberme descalzado delante de esa señora. Sólo pude callar (en todo caso, Dios no precisa que yo lo defienda… si calló entonces, bien puedo callar yo ahora, me dije). Ante el sufrimiento, especialmente cuando es provocado por la crueldad, el descalzamiento es signo de estar en presencia de lo divino, pero de un Dios que calla, de un Dios que, si se manifiesta, lo hace en medio de las lágrimas, en el dolor.

Toda esta introducción tiene una clara intención: evitar cualquier mirada fundamentalista ante la actual pandemia del Covid. No entiendo, sin duda ninguna, que se trate de un castigo divino, por cierto. Además, que depende quién sea el intérprete, el castigo sería por la falta de solidaridad, por la homosexualidad o los abortos, por la indiferencia ante el hermano o la hermana, o incluso castigo por comer murciélagos. Pensar en un castigo divino, ciertamente supone un “hablar de Dios”, y – en estos casos – un Dios a imagen y semejanza del comentarista e intérprete del supuesto castigo. No es ese el Dios en el que creo. Pero también hay otra imagen de Dios, en este caso subyacente en ese Dios al cual deberíamos rezar (aunque fueran maratones) para que la pandemia se retire (casi una suerte de exorcismo del demonio coronavirus). Ver la patética escena de un grupo de obispos pidiendo ante el crucificado y su madre que nos veamos libres de la enfermedad, realmente me invita a la pregunta: ¿cómo es ese Dios? Un Dios que si no rezamos no retira la pandemia, que, además, no retiró desde hace más de un año (además de las consecuencias en los millones de no cristianos víctimas de una enfermedad que está allí porque los cristianos no rezamos). En ese Dios tampoco creo.

¿Significa esto que no hay que rezar en medio de la pandemia? Ciertamente es fundamental y necesario hacerlo, Pero no porque esperemos que – como consecuencia de la oración – la enfermedad desaparecerá. No es eso la oración. No es para eso. La oración es un encuentro de amor con Dios (“tratar de amistad con quien sabemos que nos ama”, afirma Teresa de Ávila, que de esto sabía). La oración nos pone ante Dios, y llevando los dolores, nos dispone a vivir y buscar la voluntad de Dios. Sin duda que podemos decir que la voluntad de Dios es que los seres humanos vivamos, mientras que el Covid mata. Ciertamente. No es voluntad de Dios el Covid; no es voluntad de Dios la muerte. La oración nos pone, por tanto, ante los hermanos y hermanas. Nos pone y dispone a hacer todo lo posible para acompañar, aliviar, fortalecer al enfermo; nos pone frente a tantas y tantos que luchan contra la enfermedad (científicos, médicos, enfermeros, etc.) para que nuestra oración les envíe “la fuerza que vine de Dios”; nos pone frente a los que parecen buscar más muertos, a los adoradores del dinero y a que muera el que tenga que morir. Cada vez me convenzo más que la clave está en preguntarnos, antes que nada, ¿cómo es el Dios en el que creo (y en los dioses en los que no creo, también)? Porque, entonces, en estos tiempos raros, donde Dios parece ausente (si hasta algunos creen morir por no poder celebrar liturgias, por ejemplo), creo que el primer paso es buscar dónde está Dios (y dónde no, porque eso de que “Dios está en todas partes” es de una falsedad absoluta). Y me recuerda una anécdota que contaba Víctor Basterra cuando estaba secuestrado en la ESMA. Decía que, como fruto de la tortura, en medio del dolor, aunque se confesaba ateo, él decía “¡Ay, Dios!); un compañero detenido como él le dijo: “Sí, hay Dios… pero acá no nos sirve de mucho”. “Dios no estuvo allí donde nací”, canta León haciendo referencia a la misma situación.

¿Cómo hablar de Dios? Ciertamente, primero necesitamos encontrarlo. Y, como en Auschwitz, es más fiel al Dios de la Biblia encontrarlo en las víctimas (así lo decía Elie Wiesel), en el judío colgado por los nazis en el campo de concentración, o el otro colgado por los romanos a las puertas de Jerusalén, que pretender encontrarlo en la esperanza que “baje de la cruz y creeremos”. Ante tanto dolor, tristeza, cansancio, e incluso rabia ante los sembradores de odio y muerte, Dios se nos revela en tantos lugares, personas, espacios que “solo hay que saber mirar”. De ese Dios me gusta hablar, ¡en ese Dios sí que creo!

 

Foto tomada de https://www.catholicmagazine.net/2020/04/esta-dios-ausente.html

1 comentario:

  1. Gracias Eduardo.
    Son palabras que ayudan a permanecer cuando las "comunidades" vicaría o arquidiócesis resultan tan ajenas y hasta contrapuestas a mi respuesta a: ¿Cómo es el Dios en el que creo?

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