viernes, 14 de febrero de 2020

La Iglesia, el sueño de Jesús


La Iglesia, el sueño de Jesús

Eduardo de la Serna



No es fácil hablar de “la Iglesia”. Para empezar, porque la “verdadera Iglesia” es ambigua. Es la que es, con sus maravillas y miserias. Por aquello de que “la única verdad es la realidad”, la verdadera Iglesia es “esta”. Con pederastas, amigos del poder, cómplices de genocidios, aburguesamiento y parte del status quo, y a su vez con misioneros incansables, catequistas consagradas y consagrados a las comunidades, arriesgados y osados ministros y ministras, mártires y testigos ejemplares. Todo eso, ¡todo!, no uno solo, no lo otro, es la “verdadera Iglesia”. Pero a su vez, si pretendemos discernir (como es bueno hacer) lo bueno de lo malo, sacar la escoria para que resplandezca “la verdad”, la Iglesia de verdad es la que es fiel al sueño de Jesús, la que da respuesta a los gozos y esperanzas, lágrimas y clamores de la humanidad de nuestro tiempo y espacio. Esta también es la “verdadera Iglesia”. Para entendernos, entonces, es importante entender, a qué nos referimos con “verdad / verdadera”.

Habitualmente, salvo muy contadas excepciones, en los medios de comunicación, al hablar de la Iglesia, se lo hace desde otro lugar y, haciendo un análisis desde un esquema político que parcializa y limita totalmente cualquier comentario. Es por eso que, habitualmente cuando se habla de “la Iglesia” se suele hablar del Papa o de los obispos, cosa que ninguna sana “eclesiología” afirmaría.

También es cierto que muchas veces, al interno mismo de la Iglesia, se hacen comentarios o pseudo-análisis pobres y empobrecedores. La pereza intelectual es bastante más frecuente de lo que debiera. Pensar la Iglesia como una institución jurídica (aunque como cualquier instituto vivo precise estructuración y organicidad, por cierto), como algo “firmado y sellado” por Jesús, recurriendo a semi versículos en lecturas que la misma Iglesia oficialmente rechaza. Afirmar que Jesús quiso una Iglesia porque dice “sobre esta piedra edificaré mi Iglesia” o que quiso el sacerdocio porque dijo “hagan esto en memoria mía” resulta, por lo menos grotesco, si no absurdo. Y que se me entienda bien: creo que la Iglesia se ha de fundar en Jesús y que él mismo dio cabida a diversos ministerios. Simplemente rechazo que se entienda que “con la fórmula tal, Jesús instituyó esto o lo otro”.

Con frecuencia, y hace referencia a lo que señalaba de los Medios de comunicación y la Iglesia, se suele presentar al Papa como “jefe de la Iglesia” o al Cardenal tal como “jefe de la Iglesia” de tal lugar… En lenguaje eclesial, hay que decir que la Iglesia sólo tiene “un jefe”, que es el Espíritu Santo, a quien con frecuencia se lo llama el “alma de la Iglesia”. Sin el Espíritu, la Iglesia es un cadáver, un cuerpo inanimado. Por eso, la eterna tarea eclesial es “discernir” qué, por dónde, cómo inspira el Espíritu en nuestro tiempo y lugar a su comunidad. Pretender atar, o extinguir, el espíritu, es algo que ocurre, ocurrió y ocurrirá siempre (1 Tes 5,19), especialmente porque desconcierta que el espíritu es novedad, es algo inasible, “sopla dónde quiere y va a dónde quiere” (ver Jn 3,8). Obviamente, es siempre más “cómodo” saber qué se espera, qué se desea, cómo… y no estar siempre abiertos y dóciles a la novedad. Pero de eso se trata la confianza y apertura a los soplos del espíritu. La Iglesia, casada con la Ley tuvo muchas dificultades (especialmente después de 1054, con el cisma de Oriente) en abrirse a la luz del Espíritu (la cantidad de límites que la Iglesia puso a las iniciativas del espíritu merecen un buen estudio eclesial: los límites después de Letrán IV a nuevas “reglas” religiosas y la cerrazón a las beguinas (“o religiosas o casadas”, se les ordenó) son un buen síntoma de esto. Es que la fidelidad a las tradiciones y estructuras no deja lugar a los sueños. Los sueños no aceptan límites, los superan, las estructuras no aceptan sueños, los limitan.

La Iglesia “de verdad”, la que trata (con la dificultad siempre presente del pecado) de ser fiel a Jesús, deberá siempre y en todo momento y lugar, escuchar los sueños de Jesús y la propia realidad. Porque esos sueños de Jesús han de encarnarse en esta comunidad concreta y viva. De espíritu y de encarnación hablamos. Si hablamos de los sueños de Jesús sin duda hay dos elementos inseparables que no pueden dejarse de lado: el reinado de Dios y la fraternidad y sororidad de sus amigos. De todos. Dios reina allí donde – en un pueblo concreto, porque no hay reinado sin pueblo – se hace “su voluntad en la tierra como en el cielo”. Y para conocer esa voluntad volvemos al discernimiento. Y la sociedad fraterna y sororal supone que no hay padres (ni “santos padres”, ni “papas”), sólo hermanas y hermanos con un solo Padre, el Abbá de Jesús. No puedo imaginar cómo ser fieles a los sueños de Jesús en una sociedad de jefes o de “ciudadanos (en realidad ciudadanas) de segunda categoría”.

«Saben que los que son tenidos como jefes de las naciones, las dominan como señores absolutos y sus grandes las oprimen con su poder. Pero no ha de ser así entre ustedes, sino que el que quiera llegar a ser grande entre ustedes, será servidor de ustedes» (Mc. 10,42-43).

En realidad, todos tenemos derecho a “soñar”. También el Papa, por cierto. Pero lo que es siempre de desear es que busquemos “encarnar” en este tiempo y lugar (la Amazonía, por caso) los sueños de Jesús. Leer que el Papa, hablando de la ordenación de varones casados (no del diaconado femenino porque ya nos explicaron que las mujeres deben ser como la virgen María [sic] y no como Jesús [sic] en una respuesta donde la teología y los estudios bíblicos brillan por su ausencia) afirmó que “no creo que el Espíritu Santo esté trabajando en eso” resulta casi escandaloso. Por no decir infantil. Reconocer que la Iglesia ha perdido la osadía de las primeras comunidades y su creatividad, que tiene miedo de modificar cosas que la tradición ha esclerosado, o – sencillamente – que ha modificado los sueños de Jesús por los sueños del Papa, pues simplemente nos deja – una vez más – absortos. Los “papólatras” buscarán argumentos, excusas o hasta circunloquios para no decir “nosotros creíamos”. Otros, en cambio, simplemente, seguiremos esperando. Cada tanto, nos guste o no, el Espíritu Santo se hace escuchar.



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