sábado, 24 de septiembre de 2022

Elogio del fracaso

Elogio del fracaso

Eduardo de la Serna



Quiero hacer una breve reflexión. En realidad, parto de una convicción personal y, a partir de ella, algo que me resulta divertido. Divertido y curioso.

Lo que me resulta tal es el hecho de que muchos amigos y amigas buscan denodadamente defenderme… ¡de mí!

No se trata, por cierto, de que yo busque lastimarme, agredirme, u otras variantes autodestructivas. No es eso.

Me explico. Hace muchos años (¡muchos en verdad!) yo vengo sosteniendo y diciendo claramente que ¡he fracasado! Me explico: Ya desde el seminario he dado clases. Y desde el diaconado (1981) clases de Biblia en institutos, profesorados, facultades, cursos y charlas. Y, en general, la recepción que he escuchado o han repetido ha sido muy halagüeña, felicitaciones, aplausos. Pero, después, a la hora de las repercusiones, en general, veo que nada de lo que he comunicado ha sido acogido. Pongo ejemplos: cuando me cuentan que el cura X dijo Tal cosa, o escucho o veo “Via Crucis” o “Pesebres”, o comentarios, o preguntas me digo: alguien que fue estudiante y de quien yo fui su docente ¡no puede!, bajo ningún punto de vista puede decir eso, o preguntar aquello. ¡No puede! Y cuando no es uno, no son dos, sino que es la inmensa mayoría, la sensación obvia es que he fracasado. Y trato de mejorar la dinámica, la pedagogía, los ejemplos, pero no puedo dejar de decir lo mismo (actualizado, por cierto, porque los estudios bíblicos son muy activos, afortunadamente). No puedo porque creo que eso es lo que hay que decir. Es decir, saber que el fracaso seguirá vigente.

Pero lo divertido, y a eso me refiero aquí, es que cuando lo comento, decenas de amigos y amigas me quieren defender (además que aquellos y aquellas que cambian de tema o hacen silencio tipo “¡otra vez este con esas tonterías!”). Y acá mi reflexión.

¿Cuál es el problema de fracasar? ¿Por qué tanto miedo al fracaso? Yo no me muevo ni quiero mover en el esquema de winner – loser. No entiendo la vida como un partido de fútbol o un campeonato en el que, obviamente, se pretende ganar, o evitar perder.

Hace muchos años, mirando a Jesús (y – para que no se me malinterprete – sólo lo menciono a modo ilustrativo, no como ejemplo o comparación) es evidente que, en su ministerio, en algún momento, a raíz de circunstancias varias, Jesús experimentó el fracaso (“fracaso de Galilea” lo llaman algunos). ¿Y qué hizo Jesús en el contexto del fracaso? ¡siguió haciendo lo mismo! Él estaba convencido que eso era lo que debía hacer y siguió haciéndolo. Quizás en lugar de dirigirse a las multitudes empezó a dirigirse especialmente al grupo que lo acompañaba, pero siempre haciendo lo mismo, diciendo lo mismo. El fracaso no era el problema ni el tema. El Reino de Dios, predicarlo, ilustrarlo, presentarlo era el tema. Y ese fracaso llegó a la plenitud en la cruz. Expresión plena del fracaso. En todo caso, si se quiere, el tema no es el fracaso de Jesús sino si fracasó o no el Reino de Dios.

Otro ejemplo, también ilustrativo, ocurre en un texto de Pablo (2 Corintios 2,14). Allí Pablo dice que “Dios nos lleva en su triunfo en Cristo”. Cuando comento el texto, lo primero que hago es explicar de qué se trata con un “triunfo” (que nada tiene que ver con nuestro uso habitual del lenguaje). Muestro que se trata de una liturgia militar, en la que delante van los jefes vencidos son paseados con sus mejores atuendos, junto con los trofeos de guerra para “honrar” al jefe vencedor de la guerra que mereció tal celebración (que rara vez se concedía). Detrás del vencedor, a quien se le concedía “el triunfo” y se exhibía en un carro con cuatro caballos, que pasaría debajo de un “arco de triunfo”, marchaban los generales co-vencedores. La procesión finalizaba con el sacrificio a los dioses de los vencidos y la fiesta de los vencedores. Cuando cuento esto, formulo la pregunta: Dios nos lleva en su triunfo, ¿cómo vencedores o como vencidos? Y unánimemente la respuesta es como “vencedores” (yo creo todo lo contrario, y trato de mostrarlo, a continuación). Ser vencidos, ser derrotados, parece algo espeluznante.

Y aquí empieza mi pregunta… Si somos seguidores de un derrotado, ¿por qué tenemos tanto miedo a serlo? ¿Por qué mis amigos me quieren defender de mi explicándome cosas que no logro creer o asumir?

En lo personal, obvio que, en clases, trato de explicar lo mejor que sé, ilustrar lo mejor posible, actualizarme y ser el mejor docente que estoy capacitado a ser, pero mi objetivo es tratar de que sea recibido aquello que debo transmitir. Obviamente no puedo cambiarlo, minimizarlo, acotarlo… Ser profesor de Biblia significa tratar que la Biblia sea conocida, recibida, aceptada, y hasta amada. Pero sabiendo que, como pasó con Jesús, por ejemplo, con Pablo, con tantos y tantas, eso no significa que vaya a ser bien recibida, o aceptada, o conocida.

Finalizo con un ejemplo más: es evidente que muchísimas veces, los seres humanos, al exaltar a alguien (y “en cristiano” un ejemplo es el reconocimiento de alguien como santa o santo) solemos domesticarlo. Hacerlo entrar en casa (domus) de modo que no nos obligue a cambiar, que no nos desarme todo lo que ya tenemos organizado y estructurado. Y, entonces, bien acomodado o acomodada lo/a recibimos y “aplaudimos”. Con lo que solemos amputarle toda su novedad, lo subversivo, lo profético, lo creativo, sus desafíos. En cierto modo, al domesticarlo, lo o la hemos hecho “como nosotros”, uno o una más. Y nos quedamos cómodos con eso. Hemos hecho triunfar a alguien, pero ella o él, ¡han fracasado!


Imagen tomada de https://ar.pinterest.com/pin/53269208080873162/?mt=login

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