lunes, 23 de enero de 2023

¿Se puede, se debe, se quiere “descanonizar”?

¿Se puede, se debe, se quiere “descanonizar”?

Eduardo de la Serna



Siendo “descanonizar” un obvio neologismo, y originado en el término “canonizar”, antes de cualquier paso, es importante señalar qué decimos al utilizarlo.

Canon es “norma”, regla”, lo cual, en ocasiones, supone una “medida” (metron; cf 2 Cor 10,13), pero la idea se ha ampliado – al referirse a la fe – a aquello que la Iglesia valora supremamente (canoniza). Especialmente, por ejemplo, la lista de los libros bíblicos que conforman el “canon”, y, ciertamente, son “normativos” para los creyentes.

Cuando nos referimos a una “canonización”, en sentido genérico, estamos afirmando que algo o alguien, en la Iglesia, pasan a ser tenidos en cuenta, valorados, de un modo supremo.

Dentro de estos elementos, un lugar importante lo ocupan lo que se denominan las “canonizaciones” de personas, es decir el reconocimiento oficial en la Iglesia, de algunas personas de las que se afirma que son “santas”. Es sabido que, en el ambiente bíblico y antiguo en general, santo es aquello que se ha separado para Dios (lo opuesto es “profano”), pero en nuestro tiempo, santo es algo que se eleva a lo divino (lo opuesto es “pecador”). Entonces, al reconocer a alguien como persona santa, la Iglesia está afirmando que se ha elevado tanto hacia lo divino que está junto a Dios, y, por lo tanto, (1) que su modo de vida puede ser tenido en cuenta por otros (nosotros) para ser seguido o imitado, y, (2) por su cercanía a nuestra vida o tiempo, puede ser tenido por intercesor ante Dios.

Esto no impiden una serie de elementos: sin duda, hay una innumerable cantidad de santas y santos de los que su vida no tiene elementos en general que aportar a la gran mayoría de los contemporáneos, sea por haber vivido en un tiempo totalmente diferente al nuestro, sea por una opción de vida o carisma que en nada se asemejan a los nuestros, sea por diferencias geográficas, culturales, etc.

Antes de avanzar es importante notar que el abrazo definitivo con Dios, el encuentro y la amistad consagrada, son – como todo lo que tiene que ver con el amor – un don, algo gratuito, un regalo de Dios. La “meritocracia” no tiene nada que decir en este punto. Y, si se trata de un don de Dios, mal haría cualquiera, en cuestionar o negar ese regalo. Es decir, afirmar que alguien está junto a Dios (reconocer su canonización) es reconocer un regalo de Dios, sea o no aquella persona beneficiada con el regalo, “santo de mi devoción”. Para decirlo en lenguaje popular: ¿quién soy yo para decirle a Dios que no debería regalarle su abrazo de amor a determinada persona? Por supuesto que eso no implica que yo también deba hacerlo. Siguiendo en el lenguaje popular, todos conocemos casos de personas que son amigas de otras con las que nosotros nada tenemos en común. Mi amistad con alguien no tiene que implicar mi amistad con sus amigos o amigas, pero mal haríamos en pretender el rompimiento (frases tipo “o él o yo” son expresión de un amor falaz, absorbente y celoso). Pero, precisamente por ser, a su vez, mi amigo, no debo dejar de ser quien soy; nada indica que debo asemejarme a aquella otra persona, ciertamente.

Entrando en el terreno de las canonizaciones, ciertamente, que la Iglesia reconozca la santidad de alguien, no implica ni que yo deba seguir sus pasos, ni solicitar su intercesión.

En lo personal creo que en la lista de los santos y santas hay muchos que expresan un modo de santidad que en nada es actual (por ejemplo, por ser santos del medioevo). Pero nada indica que por ello se deba “cancelarlos” ni “descanonizarlos”, sino que simplemente serán personas a las que se tendrá en cuenta en la historia de la Iglesia, pero no para “imitarlos” en nuestros tiempos tan distintos. Hay otros santos o santas que lo son en un ambiente muy específico, sean los fundadores o fundadoras de congregaciones religiosas, o aquellos que su vida es muy diferente de la de tantos… en su lugar, fue, ciertamente, normativa, como es – por ejemplo – el caso de los y las misioneros y misioneras. Otro ejemplo muy evidente en este sentido es la canonización (es decir, el reconocimiento de la santidad) de los papas. Ciertamente para la casi totalidad de la Iglesia no supone un modo de vida que se pueda seguir, simplemente porque no somos papas. Que estén o no fundidos en un abrazo con Dios es algo que la Iglesia puede reconocer, lo que no implica que su modo de vida sea imitable.

Sin embargo, no cabe duda que hay santas y santos que trascienden sus tiempos, sus geografías y sus carismas y son santos universales. Y, debemos señalarlo, esta universalidad no viene dada por decisiones “oficiales” sino porque el Pueblo de Dios los ha hecho suyos. Se le puede añadir a la canonización el adjetivo que se desee (“magno” es un ejemplo), pero la “magnitud” la dará el pueblo de Dios en su “sensus fidelium”.

Eso no implica que no puedan cuestionarse una serie de elementos en las “canonizaciones”. A modo de ejemplo, es sabido que en el primer milenio (antes del dramático cisma de oriente, quizás uno de los momentos más perdidosos para la Iglesia católica romana) las canonizaciones (como las elecciones de obispos) las realizaba el mismo pueblo. Es decir, no existen “procesos de beatificación / canonización” de Agustín, Juan Crisóstomo, Ambrosio, María Magdalena, Cecilia, etc., la canonización era “vox populi”. Además, contemporáneamente, para el reconocimiento de la santidad de una persona suele exigirse un milagro, lo cual es, por un lado, algo absolutamente discutible y manipulable, además de fuente de posibles (y reales) corrupciones (no se puede olvidar que un proceso de canonización supone mucho dinero). Además, y quizás sea un tema que requiere debate y diálogo, la pregunta de a quién se propone (y a quién se invisibiliza). Es habitual (discutible, también) que frecuentemente las comunidades religiosas promuevan la beatificación y canonización de fundadores y fundadoras, pero – en ocasiones – la misma institución eclesiástica alienta, promueve y publicita algunas. ¿Por qué esas y no otras? Y, finalmente, queda la dolorosa sospecha de que la crisis económica del Estado Vaticano, no sea solucionada en la incentivación de canonizaciones que terminan transformando a los papas en “canonizadores seriales”.

Fuera de todo esto, me quedan dos temas particulares. Si es cierto que “lex orandi, lex credendi”, y la Iglesia ha alentado la oración intercesora de algunos santos y santas en la “canonización”, ¿cómo sería posible afirmar ahora que a aquellos a quienes se ha alentado a pedir su intercesión se pueda afirmar ahora que aquello fue en vano, o vacío?

Además, si se viera conveniente “descanonizar”, ¿no sería eso un incentivo a futuros papas tradicionalistas, conservadores o integristas a descanonizar ellos a su vez a “santos amigos”? En lo personal, no me preocuparía que un futuro Benito XVII o Pio XIII descanonizara a Romero, a Angelelli u otros a los que el pueblo ha canonizado y tiene en sus altares, pero – convengamos – una “batalla de canonizaciones – descanonizaciones” en nada aportaría a la comunión eclesial.

Si canon es “regla”, quizás podamos pensarlo en ese sentido. Muchas congregaciones religiosas, por ejemplo, tienen sus reglas. Las personas miembras de ellas, “deben” seguirlas, porque son constitutivas de su pertenencia, pero esas reglas en nada “reglan” a quienes no pertenecemos a dichas congregaciones. Para decirlo brutalmente, no deseo la descanonización de Juan Pablo II ni siquiera la de Escrivá de Balaguer. Creo que en nada pretendo imitarlos, y – es más – espero que no haya quienes lo hagan, pero que Dios los haya recibido en su amistad, es un regalo que Él les hace que no depende de sus méritos, por cierto. Y si esperan que recurra a su intercesión en la oración, pueden esperar sentados en la nube en la que estén.


Foto tomada de https://albertocesarcroce.wordpress.com/2013/12/24/abrazos/

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