miércoles, 25 de mayo de 2016

La procesión va por dentro

La procesión va por dentro


Eduardo de la Serna




Palabra grande la “alegría”. Emparentada con felicidad, pero más profunda todavía. Emparentada con paz, emparentada con plenitud. Alegre es el que “está bien”, el que tiene una suerte de plenitud en su existencia.

Obviamente eso no significa negar problemas, no significa ignorar que pueden ocurrir cosas malas, pero  la alegría es un estado de que algo muy profundo “está como en casa”. Es como estar “saciado”. Quizás a eso refiera Agustín cuando afirma “nos hiciste, Señor, para Ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti”.

En ese sentido, la alegría es como un “ya en plenitud”, y por eso casi hace desaparecer la esperanza. No que no exista – aclaro – sino que el estado de virtual plenitud llena de paz.
Por eso no hay cabida a la alegría allí donde cunde la desesperanza, la angustia, el sentirse sin salida, el no ver caminos. Es un “ya”, pero totalmente opuesto. Un ya de vaciamiento.

La alegría, por otro lado no es propia, porque pertenece también a los que nos rodea. Es profundamente contagiosa. No contagiosa como es una carcajada, sino como lo es la serenidad. Y esa alegría se manifiesta. Se expresa. Se siente. Se ve.

Hay personas alegres, y pueblos alegres. La fiesta, por ejemplo, cuando no es show, o un ritual organizado sino algo espontáneo y vital, es una manifestación de una alegría colectiva.

Resulta curioso, a modo de ejemplo, lo dicho por el jefe de gobierno porteño a raíz del vallado de la Plaza de Mayo con motivo de la fiesta patria: es por seguridad, “hay que estar prevenidos”. Curioso que en los últimos años no hubiera tales vallados, había fiesta, los vendedores exponían su mercadería entre la gente con serenidad y sin problemas, y los rostros trasuntaban alegría. Más que prevención parecía otra cosa.

El nuevo gobierno asumió proponiendo un cambio. ¡Y vaya que lo hay! No solamente las relaciones internacionales preludian nubarrones y tormentas, los trabajadores ven amenazado en el día a día sus trabajos y sus salarios, las familias viven con angustia el mero hecho de encender una estufa, y desde un inmenso cinismo cotidiano todos los funcionarios (y mentores) se burlan del pueblo momento a momento. Sin duda el cambio es un hecho, hemos dado comienzo a la verdadera revolución de la tristeza.

En su discurso, en el que no se preocupa en lo más mínimo que refleje la realidad sino simplemente en pronunciarlo, el presidente y sus ceos repiten  machaconamente palabras como felicidad, dignidad, alegría, a la que le añaden “gente” y algún gestito descontracturado como haberse sacado la corbata, estar al aire libre, o hacer un pequeño – y mal – chiste (como cuando in-explicó su participación en la firma off shore revelada por los Panamá papers, y dijo “todos éramos más jóvenes”, jaja [digo “la firma” porque sólo ha reconocido una, no porque haya solo una. Los medios no lo interrogarán y sigue tranquilo]). Pero las palabras usadas, en un marco new age, de budismo zen releído por Osho y respirado por el Sai Baba, y rodeado de globos y cara de “feliz cumpleaños” todavía tiene un marco de tolerancia en “la gente”. Lo que curiosamente empieza a verse es que aunque en su palabra “la gente” no critique vehementemente (convengamos que algunos dirigentes, por ejemplo los sindicales, no ayudan demasiado a que el pueblo se vea expresado y acompañado. Orfandad, se llama), a pesar de la no-crítica, sí se siente tristeza, se huele tristeza, se palpa tristeza. Y hoy, 25 de mayo fue un buen síntoma de ello. El día de la revolución de mayo, ¡la revolución fue de la tristeza!



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