jueves, 6 de julio de 2017

El pecado y la piedra

El pecado y la piedra

Eduardo de la Serna



Una reflexión a partir de un comentario recibido por parte de gente que no comparte mi/nuestras posiciones pero habla desde la amistad y el cariño y que –por lo tanto- merece una palabra desde el corazón.

Hace unos años, cuando un grupo de curas tomamos una crítica posición frente a un resonado caso de pederastia por parte de un miembro del clero, el superior le cuestionó el hecho a uno del grupo con la tradicional cita del evangelio: “el que esté libre de pecado, que tire la primera piedra”. Sin duda el punto de partida es razonable. E incluso, podrían agregarse otros también razonables textos como “no juzguen y no serán juzgados”, o “antes de mirar la paja en el ojo ajeno, quita la viga que hay en el tuyo”. Son ciertos, y no seré yo el que cuestione su pertinencia y sensatez. Pero…

Hay un tema central que marca los matices, y que es “lo público”, lo delictivo, como a su vez puede pensarse con el tema del perdón y la reconciliación, que tantas veces ha sido utilizado por ambientes eclesiásticos ante la dictadura. Aclaro, muchos pecados (la mayoría) tienen repercusión sobre terceros: la mentira, el engaño, la indiferencia, el adulterio, etc. Pero no se trata de delitos como lo suele ser robar, o matar, por ejemplo. De delitos hablamos.

Tengo pecado, lo sé, y lo digo públicamente (en cada misa, por ejemplo). No me jacto de ello, es más, me confieso de eso, sacramental y públicamente, y me confieso arrepentido, aunque muchas veces “no me sale” eso de “evitar todas las ocasiones próximas”. Por eso me da un poco de escozor cuando escucho a algunos alabarme a partir de posiciones mías. Soy pecador, lo reitero, “he pecado mucho”, y no quisiera ser valorado por mí, sino porque se consideren válidas –o no– las cosas que digo, o que como grupo decimos. No quisiera, por ejemplo, que si un pecado mío, o de algún compañero, se hiciera público, eso cuestione o relativice el valor de lo que digo o decimos. Insistimos, somos pecadores, y administradores del perdón de parte de Dios (en su “nombre”), pero otra cosa es cuando se trata de delito, como es el caso de la pederastia, el genocidio de ayer, o el renovado de hoy. En ese caso se trata de algo social, civil. No se trata de fulano o mengano (o Eduardo) sino de las consecuencias de injusticia o de muerte, por ejemplo, de las acciones, de las políticas, de nuestro decir y hacer.

En tiempos de redes sociales, trolls y hackers, de virus o de posverdades cada vez lo privado es más difuso y más lábil. Pienso en el caso de Lugo, en Paraguay, por ejemplo. Pienso en el caso del obispo Fernando, de Merlo-Moreno. Y sería grave que las políticas de Lugo en Paraguay, por caso, quedaran en cuestión a partir de la difusión de hechos de su vida privada. En cierta parte lo fueron.

Cuando un cura amigo fue tentado con una participación política le recordaba “el hijo de Evo Morales” (que fue mentira, por cierto) y le preguntaba –en broma– si estaba preparado para ver en los medios la foto de su hijo: “-No tengo hijos”, me dijo. “-Evo tampoco”, le reiteré. Y –añado- si los tuviera, ¿en qué afectaría eso su posible candidatura? Sin duda que en nada, pero “alguien” (sabemos quiénes) embarra la cancha. Por eso, pensando en mí, en compañeros y en el pueblo es que me pregunto si mi pecado afectó o afecta al pueblo. Eso no me lo permitiría. Eso no puede ni debe ser. Y eso es lo público; el delito debe ser penado. El otro pecado, ese que públicamente decimos “Yo confieso ante Dios y ustedes hermanos”, pecado “de pensamiento, palabra, obra y omisión”, ese –que me duele cuando es mío, y absuelvo cuando es de otros- es el que merece que nadie tire una piedra. Yo, por mi parte, no quisiera hacerlo.



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