martes, 16 de noviembre de 2021

Atlacatl

                                                 Atlacatl


                                                                                                  Eduardo de la Serna

 


El nombre, de claras raíces indígenas, y que alude a un supuesto nativo resistente a la invasión española, hace temblar a cualquiera que conozca siquiera un poco la reciente historia de la hermana república de El Salvador.

El batallón Altlacatl remite a la masacre de El Mozote (“¿cómo hablar de Dios después de el Mozote?”, se pregunta Jon Sobrino), con la que parece haber tenido su (¡perdón!) “bautismo” en 1981, después de su formación en Panamá en 1980. Las masacres que lo siguieron no disminuyeron con el asesinato de Domingo Monterrosa por parte de la guerrilla a consecuencia de lo anterior. Había empezado una guerra civil a partir del asesinato de monseñor Romero (1980) bañando de sangre una república que es más pequeña que la provincia argentina de Tucumán con un saldo de 75.000 muertos y 15.000 desaparecidos.

Después de haber estado en El Mozote, visto las fotos y los lugares de memoria, los nombres y las baldosas todavía ensangrentadas, escuchar de los cerca de 1000 mujeres, varones y niños asesinados, salí con el corazón estrujado y una firme convicción: si uno pasa por El Mozote y después no dice por lo menos tres veces firmemente en su interior “¡qué hijos de yuta!” está en pecado mortal.



Charlando con Nidia Diaz, diputada, miembro desde su fundación del FMLN, nos contaba que en abril de 1954 Ernesto “Che” Guevara estuvo en El Salvador y allí dijo que en ese país no podría haber una guerrilla. “- ¿Y, entonces?”, le preguntamos a Nidia. Con una sonrisa suave dijo: “- ¡Se equivocó!” 


Charlando con Santiago, fundador y organizador de la radio “Venceremos” nos comentaba la organización, movimientos, y lo temida que era para el batallón aquella radio. Especialmente porque la población podía escuchar otra voz distinta a la hegemónica. Esta sed de acabarla fue lo que gestó el atentado que terminó con la vida de Monterrosa y su cúpula escondiendo una bomba en un falso transmisor abandonado en la huida.

Charlando con Henry, provincial de los franciscanos, que celebraba exultante el reconocimiento eclesiástico de monseñor Romero, recordaba su pasado campesino, y afirmaba que todas esas masacres “me robaron la infancia”.

La guerra civil fue pasando por distintos momentos, como es habitual, y en 1989 se desencadenó la ofensiva final en la ciudad capital. En innumerables “fiestas de 15” entraban cajas con “regalos” en las que se ocultaban armas que servirían para la batalla que duró horas. 

En ese contexto, el temible batallón asesinó, el 16 de noviembre, a toda la comunidad jesuita de la Universidad Centroamericana (UCA, pero “la buena”) y a la cocinera y su hija que ante el ambiente de conflicto eligieron pernoctar en la universidad por considerarla “más segura”.


La repercusión internacional por esta nueva masacre llevó al fin militar de la guerra, luego sellado en los Acuerdos de Paz firmados en México (Chapultepec, enero 1992) en los que el derrotado ejército salvadoreño consiguió un triunfo “en los papeles” logrando una amnistía, que todavía perdura, por lo que aquellos crímenes horrendos sólo pueden ser juzgados en el exterior (como es el caso de los jesuitas, procesados y condenados en España); mientras tanto, Monterrosa es recordado como un héroe, D’Abbuison tiene un monumento (y un partido político) y los asesinos se pasean orondos por las calles… Ah, y los inspiradores, siguen campantes y reinantes en la “madre patria”.





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