martes, 25 de junio de 2024

Biblia, ¿para qué te quiero?

Biblia, ¿para qué te quiero?

Eduardo de la Serna



Ya es un lugar común señalar lo grave que significó, para la Iglesia católica romana, el Cisma de Oriente (1054). Una serie importante de aspectos fundamentales desaparecieron de la reflexión, de la vida teórica de las iglesias: el Espíritu Santo, en primerísimo lugar, y con Él la Trinidad, como núcleo de comunión “perijorética” [la perijóresis es la común unión en el amor de las tres personas divinas]. Esta centralidad del Espíritu daba preeminencia a una Iglesia sinodal, a la recepción por parte del Pueblo de Dios de los impulsos del Espíritu en la comunidad. “Roma” se centró en el Padre y la Unidad, monárquicamente hablando. El Papado fortalecía la unidad, y con él, la ley, el Magisterio. La Biblia, entonces, fue quedando en un lugar secundario, casi olvidado. A modo ilustrativo sirva señalar que las religiosas no podían leerla, como es el caso de Teresa de Ávila (+1582) y Teresa de Lisieux (+1897), santas que fueron encontrando la santidad al margen de la Biblia (o recurriendo a ella casi clandestinamente).

Impulsados por la encíclica de Pio XII, Divino Afflante Spiritu (1943), el Concilio Vaticano II supo recuperar la Biblia. “La Biblia volvió a las manos del pueblo”, se ha repetido – con justa razón – en América Latina. Decenas de traducciones a las lenguas más diversas proliferaron y proliferan (por supuesto, traducciones más académicas o traducciones más populares, más competentes o francamente insufribles proliferan) … Un conocido me contó esta (triste) anécdota ocurrida en una comida durante el Sínodo de la Palabra de Dios, convocado por el Papa Benito XVI (2008): se hablaba de las distintas traducciones a las lenguas indígenas y un obispo – de un país con mucha población aborigen – dijo: “¿para qué tantas traducciones? ¿Por qué no aprenden castellano, así dejan de ser indios (sic)?”.

No se puede dejar de lado, aunque no sea el tema que aquí interesa, la proliferación de lecturas fundamentalistas tanto en los grupos o movimientos tradicionalistas como en grupos sectarios (no solamente fuera, sino también dentro de la Iglesia católico romana).

La recuperación de la Biblia por parte del pueblo ha sido particularmente importante en América Latina, hasta el punto que Rafael Aguirre la llama “el continente de la Biblia” (La Utilización política de la Biblia, Verbo Divino 2024, 158-170). Y, no se puede descuidar lo que significaba tener una Biblia y la acusación de ser subversivos, en tiempos de Oscar Romero en El Salvador.

Pero, y esto quisiera destacarlo, creo que el “invierno eclesial” llevó también a una desaparición de la Biblia en los documentos eclesiásticos. Es evidente que allí proliferan hasta el hartazgo citas de textos papales (autocitas en decenas de ocasiones) mientras la Biblia solo se destaca como una suerte de “adorno” para decorar el texto. Los documentos y homilías episcopales y presbiterales pareciera que no pueden existir si no se cita al Papa [además de las veces que el Papa es utilizado para decir lo que no se atreven a expresar]; ya decía el mártir Luis Espinal que pareciera que algunos “no piensan porque en Roma piensan por él”. Y en decenas de encuentros, congresos y demás – incluso “progresistas” – la Biblia está totalmente ausente como si se pudiera pensar o hacer teología sin tenerla no solamente en cuenta, sino como verdadera “alma de la teología”.

Reconozco que me ha ocurrido que he planteado (o invitado a plantear) esto en diversas ocasiones. “¡Es verdad!”, reconocen casi unánimemente, para en el siguiente acontecimiento repetir exactamente lo mismo.

¿Puede haber magisterio o teología sin nutrirse de la Biblia? No se trata de que la Biblia tenga la única palabra, por cierto. Pero sí la primera, el punto de partida, y que se la escuche latir a lo largo de todo el proceso de pensamiento y reflexión.

Me pasó en una ocasión que le indiqué a un predicador que había utilizado un texto bíblico diciendo lo que creo firmemente que el texto no dice y se justificó señalando que lo había dicho porque quería señalar ese aspecto (aspecto con el que – aclaro – coincido plenamente). En lo personal creo que – en casos como ese – hay dos posibilidades: o se busca otro texto – que suele haberlos – donde se pueda señalar lo que parece prudencialmente conveniente destacar, o – si se parte de un texto – no hacerle decir al texto lo que este no dice, porque, caso contrario repetir “Palabra de Dios” al terminar, parece casi una entelequia, una ficción.

En fin… los que desde antes de entrar al Seminario (1974) ya nos nutríamos de la Palabra de Dios seguiremos insistiendo, predicando en el desierto, arando en el mar, dando golpes al viento… pero – al menos – creemos seguir encontrándonos con el Dios Abbá de Jesús y tratando de mostrarlo a todas, todos y todes con los que compartimos el camino y la vida. Mostrar al Dios que se nos revela y muestra su rostro en Jesús, “la imagen de Dios, Padre” nos hace sentir que estamos “en casa”, aunque no seamos invitados a casa de otros.


Foto tomada de https://es.wikipedia.org/wiki/Archivo:Libro_abaleado_en_la_UCA_de_El_Salvador.jpg

1 comentario:

  1. Estimado Eduardo:
    Comparto lo que dices. El cimiento más firme del CVII la Dei Verbum, de lo mejor que nos dejó Ratzinger.
    Siguiendo tu línea, siempre estuve agradecido de la tradición benedictina, atravesada por la Palabra de Dios ( como lo está la misma regla), donde se la lee y se enseña su lectura sin miedo, pausada y encarnada.
    Claro que no todos las comunidades se encarnan de igual manera en la vida de nuestro pueblo , pero los hay.
    Saludos!

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