miércoles, 17 de diciembre de 2025

Dios, el culto y la resistencia al Evangelio

Dios, el culto y la resistencia al Evangelio

Eduardo de la Serna

 


Siguiendo una vieja tradición, originalmente Reformada, el Concilio Vaticano II repitió, haciendo propia la necesidad de que la Iglesia debe estar en continuo proceso de reforma (“semper reformanda”):

Pues mientras Cristo, «santo, inocente, inmaculado» (Hb 7,26), no conoció el pecado (cf. 2 Co 5,21), sino que vino únicamente a expiar los pecados del pueblo (cf. Hb 2,17), la Iglesia encierra en su propio seno a pecadores, y siendo al mismo tiempo santa y necesitada de purificación, avanza continuamente por la senda de la penitencia y de la renovación [Lumen Gentium 8].

Ahora bien, la reforma, siempre necesaria, no puede ser un “lifting”, un refresco de cara, una estética que muestre una juventud inexistente, o una moda. Lo que la Iglesia necesita, siempre, es reforma, renovación.

Al habar de reforma, es importante entenderlo, nos referimos a una doble tensión entre el ayer y el mañana; es imprescindible mirar los orígenes fundacionales y, desde allí, mirar la Iglesia que el mañana necesita. Esta necesidad de mirar los orígenes ya lo señalaba el teólogo Josef Ratzinger y lo ha repetido en estos días el Papa León XIV.

Pero un problema, característico de los humanos, es que al “mirar para atrás” no nos dirigimos a los orígenes, sino a los momentos que o bien conocemos, o bien consideramos una suerte de Edad de Oro; pero de momentos fundacionales se trata. Es interesante recordar, para entendernos bien, que los estudios de la historicidad cristiana han pasado por diferentes momentos, y que, desde la mitad del 1980 somos testigos de un florecimiento muy importante; los estudios sobre lo que se llama el “Jesús histórico” y, a partir de ellos, de los orígenes cristianos nos permiten, con una importante seriedad, conocer críticamente elementos que permanecían en penumbras medio siglo atrás (y, por lo tanto, en el inmediato postconcilio).

Es normal reconocer (como lo señalan los autores citados) que en el caminar de la historia se van añadiendo elementos, aspectos, conceptos que no son identitarios, que no constituyen el “ser eclesial”, y es, precisamente, esa mirada a los orígenes la que nos permite saber qué aspectos nos facilitan el camino y cuáles lo dificultan y, por lo tanto, es razonable extirparlos.

Pretendo acá señalar unos pocos aspectos que creo que se han añadido, que no son ciertamente fundacionales y, creo, además, que hoy no facilitan el mostrar el rostro de una Iglesia vital y dócil al Espíritu Santo (omitiré las citas bibliográficas que sustentan o dan más hondura a lo que señalo simplemente para facilitar la lectura, aunque, ciertamente se podrían proponer).

 

I.- Dios. Es sabido que la Biblia no es ni un GPS para ir al cielo, ni un manual de Instrucciones para la vida, sino un Dios que elige revelarse. De eso se trata. Y, como es obvio, en su pedagogía progresiva, Dios se va manifestando de acuerdo a como los humanos de cada tiempo podemos entenderlo. Ciertamente no es lo mismo hablar del “terror de Isaac” (Gen 31,42.53) o del muy frecuente Yahvé Tzeba’ot (de los ejércitos) que hablar de un Dios que se revela como “abbá”, papá de Jesús. Es interesante, además, que – obviamente para traducir un término hebreo al griego – si bien algunas veces la Biblia griega mantiene sabaôth, con mucha frecuencia lo traduce por “pantókratôr”, todopoderoso. No es menos interesante que, sabaôth se encuentra solo dos veces en el Segundo Testamento (ambas en referencias al Primer Testamento: Rom 9,29 y Sgo 5,5); pantókratôr (todopoderoso), en cambio, jamás se encuentra en el Segundo Testamento salvo en el género literario apocalíptico (9x en Apocalipsis y 1x en 2 Cor 6,18). El Dios de Jesús no es de los ejércitos ni todopoderoso, sino que es padre (y madre).

Se dirá que la relación padre – hijo en su tiempo era una relación de autoridad y, en ocasiones violencia y, por tanto, Jesús tiene hacia su padre una actitud de sumisión y de aceptación acrítica de su “voluntad / deseo / imposición”. Ciertamente Jesús tiene una clara disposición a la voluntad de Dios (a eso se refiere al hablar del reinado de Dios), y, por tanto, de obediencia, aunque, curiosamente, los términos griegos peritarjéô o hypakoúô no se encuentran en los Evangelios en referencia a Dios (a Jesús los espíritus impuros o el viento y el mar lo obedecen). Además, es interesante que en las numerosas parábolas de los Evangelios (casi 50, se dice; no importa acá saber cuáles se pueden atribuir con cierta seguridad al Jesús histórico), solo en dos de ellas se hace referencia a un padre que puede referenciar a Dios, y en ambas, ese padre es desobedecido y tratado sin honor por un hijo, pero nada de eso afecta el encuentro con el hijo. Que el padre quisiera ser obedecido no implica la negación filial del desobediente. Un tema aparte, que no podemos destacar acá, pero no puede ignorarse, es la referencia en algunas ocasiones a Dios como madre en las Escrituras. Ciertamente, la relación de los hijos (particularmente varones no niños) con la madre es muy diferente a la de la autoridad “patriarcal”. El Dios abbá es también imma.

Pero, no se puede negar que, a pesar de todo esto, el Dios “Todopoderoso” resiste y allí está, especialmente en nuestras liturgias (y más, cuanto más solemnes); y se repite una y otra vez con todas las dificultades que, además, el término tiene en nuestro lenguaje: ¿puede todo? ¿puede, pero no quiere? ¿por qué no quiere, especialmente cuando son afectadas las víctimas, es decir, sus preferidos y preferidas? Esa imagen del Todopoderoso, ¿no es útil y servicial a una Iglesia en la que el papado es Todopoderoso (en especial el papado que algunos pretenden que sea)? La única monarquía absoluta de Occidente, ¿no se referencia en el Todopoderoso? ¿No sería todo diferente si el punto de partida (porque de Dios hablamos) es un Dios abbá-imma?

 

II.- El culto. Es sabido que la crisis provocada en Israel por la destrucción del templo, la prohibición de ingreso en Jerusalén, y la desaparición del sacerdocio fue muy importante y difícil (ya lo había sido seis siglos antes cuando Babilonia también destruye la ciudad y el templo y deporta la elite sacerdotal). Para los cristianos, que se saben parte de Israel, esto también provocó una crisis; particularmente porque en el grupo de Jesús no había templo ni sacerdotes; la comunidad misma se presentaba como “templo del Espíritu Santo” (o, incluso, cada cristiana o cristiano en alguna ocasión), y los ministros eran personas, varones o mujeres, al servicio de la comunidad:  servidores de los pobres, los enfermos, los ausentes (diakonos [también mujeres, aunque el término, entonces, no tiene femenino]), ancianos o ancianas que podían orientar, especialmente a los más jóvenes (presbýteros y presbýteras) y personas encargadas de vigilar y cuidar el bien del “rebaño” (episkopos, vigilantes). La crisis condujo – como se ve en la carta a los Hebreos – a reflexionar, en una lectura espiritual, que Jesús es sacerdote. Puesto que era laico, y no al modo de Leví, debía serlo de otro modo, y la figura de Melquisedec fue de gran aporte a esa reflexión. Es sacerdote de un modo nuevo, no por nacimiento (que no lo sería) sino por la resurrección en la que entra en el único templo, por el único sacrificio (la cruz) y es único sacerdote. Como resucitado ya no muere, es “sacerdote para siempre” (a diferencia de los levíticos que dejaban de serlo al morir y eran reemplazado por otro).

Pero el culto se resistió a ser la mesa compartida. El simple pan (es muy probable que en las primeras eucaristías se celebraran solamente con pan, sin vino) parecía demasiado sencillo, y hasta pobre. Cultos excelsos, sacerdotes y sumos sacerdotes, sacrificios, inciensos, oros eran necesarios para “agradar” al Todopoderoso, templos inmensos y basílicas para el basileus (= rey) eran expresión de la dignidad imperial (por más que no se cansaran decenas de Padres de la Iglesia de repetir y actualizar las voces de los profetas sobre el culto y el lujo). Adoración al Dios lejano era casi una imposición, más allá de la mesa, el pan y los pobres. Así regresa el sacerdocio, el templo, el culto… Y que no se entienda, de ninguna manera esto como un rechazo a la celebración eucarística; sí, en todo caso, a cierto modo de celebrarla – tan diferente a la de los orígenes – o, incluso, a la negación de la mesa compartida, el pan comido, la paz otorgada, algo ausente habitualmente en adoraciones y custodias.

 

No sé si en el llamado “inconsciente colectivo” o en qué lugar de nuestro ser hay un dios, un culto que pareciera que debe ser de una manera, y, por tanto, se resiste a la novedad que aporta, trae y regala Jesús. Un Dios todopoderoso, un culto solemne, un pueblo casi ausente, una jerarquía casi celestial (al estilo Dionisio el Areopagita) no se parece demasiado a Jesús.

Curiosamente, Jesús rompe con muchos de los esquemas de su tiempo. El esquema del honor y la vergüenza, de lo que es según todos pueden observar, no se asemeja al Padre que ve en lo secreto; el esquema en el que cuanto más honorable se era, se era más importante, y entonces, se exalta a la persona con títulos o nombres añadidos: Rabí, Padre, Magno… (y monseñor, excelencia o santo padre…) no se parece al que debe colocarse en el último lugar en el banquete… Parece que algo que tenemos muy adentro se resiste a la conversión, se niega al cambio, confronta con el Evangelio. ¡Y vuelve! Y, no solamente vuelve, sino que aparece, con frecuencia, como si fuera más fiel a Jesús… Y, entonces, “¡tenemos un problema!

 

Escena de Jesús recotado en la Cena, tomada de https://www.lanacion.com.ar/sociedad/la-ultima-cena-que-sucedio-en-la-comida-final-de-jesus-y-por-que-se-recuerda-hoy-nid17042025/

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