Dios, el culto y la resistencia al Evangelio
Eduardo de la Serna
Siguiendo una vieja tradición,
originalmente Reformada, el Concilio Vaticano II repitió, haciendo propia la
necesidad de que la Iglesia debe estar en continuo proceso de reforma (“semper
reformanda”):
Pues mientras
Cristo, «santo, inocente, inmaculado» (Hb 7,26), no conoció el pecado
(cf. 2 Co 5,21), sino que vino únicamente a expiar los pecados del
pueblo (cf. Hb 2,17), la Iglesia encierra en su propio seno a pecadores,
y siendo al mismo tiempo santa y necesitada de purificación, avanza
continuamente por la senda de la penitencia y de la renovación [Lumen
Gentium 8].
Ahora bien, la reforma, siempre
necesaria, no puede ser un “lifting”, un refresco de cara, una estética
que muestre una juventud inexistente, o una moda. Lo que la Iglesia necesita,
siempre, es reforma, renovación.
Al habar de reforma, es
importante entenderlo, nos referimos a una doble tensión entre el ayer y el
mañana; es imprescindible mirar los orígenes fundacionales y, desde allí, mirar
la Iglesia que el mañana necesita. Esta necesidad de mirar los orígenes ya lo
señalaba el teólogo Josef Ratzinger y lo ha repetido en estos días el Papa León
XIV.
Pero un problema, característico
de los humanos, es que al “mirar para atrás” no nos dirigimos a los orígenes,
sino a los momentos que o bien conocemos, o bien consideramos una suerte de Edad
de Oro; pero de momentos fundacionales se trata. Es interesante recordar, para
entendernos bien, que los estudios de la historicidad cristiana han pasado por
diferentes momentos, y que, desde la mitad del 1980 somos testigos de un
florecimiento muy importante; los estudios sobre lo que se llama el “Jesús histórico”
y, a partir de ellos, de los orígenes cristianos nos permiten, con una importante
seriedad, conocer críticamente elementos que permanecían en penumbras medio
siglo atrás (y, por lo tanto, en el inmediato postconcilio).
Es normal reconocer (como lo señalan
los autores citados) que en el caminar de la historia se van añadiendo
elementos, aspectos, conceptos que no son identitarios, que no constituyen el “ser
eclesial”, y es, precisamente, esa mirada a los orígenes la que nos permite
saber qué aspectos nos facilitan el camino y cuáles lo dificultan y, por lo
tanto, es razonable extirparlos.
Pretendo acá señalar unos pocos
aspectos que creo que se han añadido, que no son ciertamente fundacionales y,
creo, además, que hoy no facilitan el mostrar el rostro de una Iglesia vital y
dócil al Espíritu Santo (omitiré las citas bibliográficas que sustentan o dan
más hondura a lo que señalo simplemente para facilitar la lectura, aunque,
ciertamente se podrían proponer).
I.- Dios. Es sabido que la
Biblia no es ni un GPS para ir al cielo, ni un manual de Instrucciones para la
vida, sino un Dios que elige revelarse. De eso se trata. Y, como es obvio, en
su pedagogía progresiva, Dios se va manifestando de acuerdo a como los humanos de
cada tiempo podemos entenderlo. Ciertamente no es lo mismo hablar del “terror de Isaac” (Gen 31,42.53) o del muy frecuente Yahvé Tzeba’ot
(de los ejércitos) que hablar de un Dios que se revela como “abbá”, papá
de Jesús. Es interesante, además, que – obviamente para traducir un término
hebreo al griego – si bien algunas veces la Biblia griega mantiene sabaôth,
con mucha frecuencia lo traduce por “pantókratôr”, todopoderoso. No es
menos interesante que, sabaôth se encuentra solo dos veces en el Segundo
Testamento (ambas en referencias al Primer Testamento: Rom 9,29 y Sgo 5,5); pantókratôr (todopoderoso), en cambio, jamás se
encuentra en el Segundo Testamento salvo en el género literario apocalíptico (9x
en Apocalipsis y 1x en 2 Cor 6,18). El Dios de Jesús no es de los ejércitos ni
todopoderoso, sino que es padre (y madre).
Se dirá que la relación padre –
hijo en su tiempo era una relación de autoridad y, en ocasiones violencia y, por
tanto, Jesús tiene hacia su padre una actitud de sumisión y de aceptación
acrítica de su “voluntad / deseo / imposición”. Ciertamente Jesús tiene una
clara disposición a la voluntad de Dios (a eso se refiere al hablar del reinado
de Dios), y, por tanto, de obediencia, aunque, curiosamente, los términos
griegos peritarjéô o hypakoúô no se encuentran en los Evangelios en referencia a Dios (a Jesús los
espíritus impuros o el viento y el mar lo obedecen). Además, es interesante que
en las numerosas parábolas de los Evangelios (casi 50, se dice; no importa acá
saber cuáles se pueden atribuir con cierta seguridad al Jesús histórico), solo
en dos de ellas se hace referencia a un padre que puede referenciar a Dios, y
en ambas, ese padre es desobedecido y tratado sin honor por un hijo, pero nada
de eso afecta el encuentro con el hijo. Que el padre quisiera ser obedecido no
implica la negación filial del desobediente. Un tema aparte, que no podemos
destacar acá, pero no puede ignorarse, es la referencia en algunas ocasiones a
Dios como madre en las Escrituras. Ciertamente, la relación de los hijos
(particularmente varones no niños) con la madre es muy diferente a la de la
autoridad “patriarcal”. El Dios abbá es también imma.
Pero, no se puede negar que, a pesar de todo esto, el Dios “Todopoderoso”
resiste y allí está, especialmente en nuestras liturgias (y más, cuanto más
solemnes); y se repite una y otra vez con todas las dificultades que, además,
el término tiene en nuestro lenguaje: ¿puede todo? ¿puede, pero no quiere? ¿por
qué no quiere, especialmente cuando son afectadas las víctimas, es decir, sus
preferidos y preferidas? Esa imagen del Todopoderoso, ¿no es útil y servicial a
una Iglesia en la que el papado es Todopoderoso (en especial el papado que
algunos pretenden que sea)? La única monarquía absoluta de Occidente, ¿no se
referencia en el Todopoderoso? ¿No sería todo diferente si el punto de partida
(porque de Dios hablamos) es un Dios abbá-imma?
II.- El culto. Es sabido que la crisis provocada en Israel por
la destrucción del templo, la prohibición de ingreso en Jerusalén, y la
desaparición del sacerdocio fue muy importante y difícil (ya lo había sido seis
siglos antes cuando Babilonia también destruye la ciudad y el templo y deporta
la elite sacerdotal). Para los cristianos, que se saben parte de Israel, esto
también provocó una crisis; particularmente porque en el grupo de Jesús no había
templo ni sacerdotes; la comunidad misma se presentaba como “templo del
Espíritu Santo” (o, incluso, cada cristiana o cristiano en alguna ocasión), y
los ministros eran personas, varones o mujeres, al servicio de la
comunidad: servidores de los pobres, los
enfermos, los ausentes (diakonos [también mujeres, aunque el término,
entonces, no tiene femenino]), ancianos o ancianas que podían orientar,
especialmente a los más jóvenes (presbýteros y presbýteras) y personas
encargadas de vigilar y cuidar el bien del “rebaño” (episkopos,
vigilantes). La crisis condujo – como se ve en la carta a los Hebreos – a
reflexionar, en una lectura espiritual, que Jesús es sacerdote. Puesto que era
laico, y no al modo de Leví, debía serlo de otro modo, y la figura de Melquisedec
fue de gran aporte a esa reflexión. Es sacerdote de un modo nuevo, no por
nacimiento (que no lo sería) sino por la resurrección en la que entra en el único
templo, por el único sacrificio (la cruz) y es único sacerdote. Como resucitado
ya no muere, es “sacerdote para siempre” (a diferencia de los levíticos que
dejaban de serlo al morir y eran reemplazado por otro).
Pero el culto se resistió a ser la mesa compartida. El simple pan (es muy
probable que en las primeras eucaristías se celebraran solamente con pan, sin
vino) parecía demasiado sencillo, y hasta pobre. Cultos excelsos, sacerdotes y
sumos sacerdotes, sacrificios, inciensos, oros eran necesarios para “agradar”
al Todopoderoso, templos inmensos y basílicas para el basileus (= rey)
eran expresión de la dignidad imperial (por más que no se cansaran decenas de Padres
de la Iglesia de repetir y actualizar las voces de los profetas sobre el culto
y el lujo). Adoración al Dios lejano era casi una imposición, más allá de la mesa,
el pan y los pobres. Así regresa el sacerdocio, el templo, el culto… Y que no
se entienda, de ninguna manera esto como un rechazo a la celebración
eucarística; sí, en todo caso, a cierto modo de celebrarla – tan diferente a la
de los orígenes – o, incluso, a la negación de la mesa compartida, el pan
comido, la paz otorgada, algo ausente habitualmente en adoraciones y custodias.
No sé si en el llamado “inconsciente colectivo” o en qué lugar de nuestro
ser hay un dios, un culto que pareciera que debe ser de una manera, y, por
tanto, se resiste a la novedad que aporta, trae y regala Jesús. Un Dios
todopoderoso, un culto solemne, un pueblo casi ausente, una jerarquía casi
celestial (al estilo Dionisio el Areopagita) no se parece demasiado a Jesús.
Curiosamente, Jesús rompe con muchos de los esquemas de su tiempo. El
esquema del honor y la vergüenza, de lo que es según todos pueden observar, no
se asemeja al Padre que ve en lo secreto; el esquema en el que cuanto más honorable
se era, se era más importante, y entonces, se exalta a la persona con títulos o
nombres añadidos: Rabí, Padre, Magno… (y monseñor, excelencia o santo padre…)
no se parece al que debe colocarse en el último lugar en el banquete… Parece que
algo que tenemos muy adentro se resiste a la conversión, se niega al cambio, confronta
con el Evangelio. ¡Y vuelve! Y, no solamente vuelve, sino que aparece, con
frecuencia, como si fuera más fiel a Jesús… Y, entonces, “¡tenemos un problema!
No hay comentarios.:
Publicar un comentario
Cualquiera puede comentar y no será eliminado, aunque no este de acuerdo con lo dicho, siempre que sea respetuoso (caso contrario, será borrado). Pero habitualmente no responderé los comentarios, ni unos ni otros, para no transformar este blog en un foro. De todos modos, podrán expresar su opinión.