domingo, 26 de julio de 2020

Santa Evita

Santa Evita

No estoy de acuerdo con la beatificación de Evita

 

Eduardo de la Serna



Antes de empezar este escrito, quiero dejar claro desde donde lo hago. Mi objetividad en este tema es nula. Hasta hace poco yo afirmaba que había dos personas que me conmocionaban hasta la médula. Una, negativamente: Videla. Solo ver una foto, solo recordarlo y se me revolvían las tripas de asco, de bronca. Revulsión total. La otra, positivamente: Evita. Solo verla, escucharla y me conmocionaba totalmente. Las tripas, ahora, saltaban de emoción y fiesta. Digo que “hasta hace poco” porque después hubo macrismo, y debo añadir a unos cuantos a la lista del desagrado. Pero hoy, esto no es el caso. El tema es Evita (+ 26 de julio 1952).


  • Y lo primero que quiero señalarla es como pontífice. Pontífice es hacer puentes. Y vaya si Evita los hizo y los tendió. Un puente entre ella y el pueblo que se volvió indestructible. Y pasaron décadas y más décadas y ella sigue ahí. Viva.
  • Después, ella es bandera. No sólo “bandera a la victoria”, sino bandera de rebeldía, bandera de pueblo, bandera de olor y bandera de colores. Claro que una bandera es un bando, y si algo saben los pobres de la Patria/Matria es de qué bando está Evita. “El pueblo, cariñosamente, me llama Evita”.
  • También es sangre. Pero no la sangre derramada por la violencia, que esa la tiene “el otro bando”, sino la sangre que fluye, que da calor, vida, que late. La sangre es vida y ¡vaya si tenía sangre Evita! Nadie la llamaría “pecho frío”, porque el calor y la vida la constituyen.


Tan pueblo era que atrajo sobre sí todo el odio del antipueblo. Una de las cosas que, hace ya tiempo, le cuestionaban a la “teología del pueblo” era que en ella no había conflicto. Eso solo podía decirlo alguien que nunca hubiera conocido a Evita. Cuando enfermó, el antipueblo pintó paredes: ¡viva el cáncer! (esa es la vida que tienen, ese es el lenguaje que conocen…); cuando el peronismo fue derrocado en 1955 el cuerpo de “esa mujer” fue mancillado, ultrajado, violentado y “desaparecido”. ¿Y no había conflicto? Pero el pueblo, por su lado, ya hacía tiempo que la tenía en sus altares.


Mientras de ella decían cosas, de su pasado y su presente (cosas que no resultan creativas, y están casi todas en el “Manual del perfecto Machirulo”) el pueblo la lloraba, y la amaba. ¡Y la ama!


En su ardor y fuego, supo criticar – con profética certeza – a las jerarquías eclesiásticas. Decía que habían olvidado a Cristo, que debían “convertirse al cristianismo”, que habían “olvidado a los pobres”, que a Jesús lo tenían escondido “detrás del humo con que lo inciensan”. Ese Jesús que prefiere alojarse en una custodia de oro antes que en un rancho de barro y lata, poco se parece “al que anduvo en la mar”. Lamentablemente, en la iglesia, “domesticar” a los que están en los altares, es casi un hábito. Hemos domesticado a Jesús, a la Virgen María, a los santos, santas, beatos y beatas. Por eso no quisiera que Evita sea beatificada. Porque el pueblo ya la tiene en su “gloria de Bernini”, porque el pueblo ya la tiene en sus altares domésticos, porque el pueblo la custodia. Y el pueblo sabe cuál es, donde está la Evita que tendió un puente con su corazón, que plantó bandera de rebelión en la historia y que es un corazón que sigue latiendo la sangre que es vida. De la muerte, las banderas arriadas y de las grietas, se ocupan los otros… los de la lista del desagrado. El pueblo la sigue llamando “Evita”.

 

Foto tomada de https://elciervoherido.wordpress.com/2017/05/08/jirones-de-mi-vida-discurso-de-despedida-de-eva-peron-1951/


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