lunes, 22 de mayo de 2023

El daño de la envidia

El daño de la envidia

Eduardo de la Serna



Hace mucho tiempo escribí sobre “la envidia”. En la lista de los mal llamados “pecados capitales”. Allí distinguía diferentes tipos, incluso las envidias positivas y constructivas que nos llevan a superarnos. El problema radica, decía, y repito, cuando la envidia nos lleva a pretender la destrucción de la persona o del objeto envidiado; de lo que vemos (el término envidia viene de videre, ver) que alguien tiene o es. En ese caso, esta se alimenta del odio, que busca la destrucción de lo que vemos y detestamos, sea objeto o sea sujeto. No puedo soportar que alguien tenga lo que no puedo tener, o que sea lo que no puedo ser, y, entonces, pretendo y hago todo lo que esté a mi alcance para la eliminación, sea del objeto sea del sujeto. Si solo se tratara de una bronca interna el problema no sería demasiado grave, porque sólo me carcomería mi interior, pero cuando sale afuera el problema se agrava; y es peor aun cuando trasciende el pequeño círculo de odiador y odiado (u odiada). Por supuesto, cuanto más grande sea el sujeto u objeto de mi envidia, cuanto más grande sea mi capacidad o espacio de daño, el problema sería mayor. No es lo mismo si el problema queda encerrado entre cuatro paredes que si trasciende todas las fronteras y se vuelve público. Algo, lamentablemente, más probable dada la proliferación de las redes antisociales. Por ejemplo, [1] si alguien tiene algo que yo no tengo, y, yo – como no podré tenerlo – busco la destrucción de la cosa envidiada, entramos en un terreno peligroso. Terreno que trasciende, por cierto, el problema de la propiedad privada, aunque lo suponga. Si yo no puedo tenerlo, no quiero que lo tenga nadie, sería la idea. Pero, [2] evidentemente, el problema se agrava – porque va más allá de la simple envidia – cuando lo que yo no quiero es que lo tenga él o ella; si lo tuviera otro no sería tanto problema, pero si lo tiene ella o él eso me carcome hondamente. Y, [3] todavía más grave, si lo que ella o él tiene es algo inmaterial. Tiene capacidades de las que carezco, o es amada o amado, o tantas otras variantes. En ese caso no queda más que buscar la desaparición, ya no de lo envidiado sino de la o el envidiado. Negando la persona, invisibilizándola, o directamente eliminándola simbólica o realmente. Y, en ocasiones, esa envidia, que es odio, es tal, que pasa a ser el monotema dejando todos los demás en segundo lugar.

La Biblia nos cuenta (no interesa acá lo histórico o no del hecho) que el rey Saúl, que había sido ungido tal para enfrentar el peligro que los filisteos significaban para las diversas tribus, empezó a tener cada vez más envidia por David, que era simplemente un súbdito, tanta envidia que empezó a descuidar el frente militar. No es evidente si le molestaba la fama que iba adquiriendo David, su carisma, sus conquistas femeninas (algo intolerable para el patriarcado de un rey) o lo que fuere, lo cierto es que Saúl empieza a dedicar todos los esfuerzos en perseguir a David permitiendo así que los filisteos se rearmen, fortalezcan y finalmente le presenten batalla eliminándolo. La envidia lo llevó incluso a su propia desaparición. En este caso, pasado el tiempo, David fue ungido el nuevo rey.

Se podría decir que, en ocasiones, la envidia es un reconocimiento implícito de cierta incapacidad. Lo cual no debería ser un problema. Reconocer las propias capacidades e incapacidades debiera ser algo habitual y sano, especialmente si nuestro espacio tiene una cierta trascendencia más allá de lo privado. Yo debería saber que tal o cual cosa no la puedo o no la sé hacer, y – en ese caso – pedir la ayuda pertinente, y, a su vez, saber, que soy muy bueno en tal otra (y que, incluso, otros me pueden pedir ayuda a mí en eso). Y tampoco estaría mal una cierta envidia de tal o cual capacidad o persona en un terreno en el que me gustaría poder alcanzarla, lo que puede llevar a superarme, a formarme, prepararme o, eventualmente, reconocer mi límite. El problema radica cuando el odio parece creciente, cuando hacia el exterior solo trasciende la envidia, y, porque, para peor, eso empequeñece cada vez más al odiador-envidiador haciendo cada vez más fuerte su propio odio porque el objeto o sujeto se vuelve cada vez más inalcanzable ya que pareciera que la distancia crece cada vez más, porque – real o simbólicamente – lo odiado se engrandece a cada momento mientras el odiador se empequeñece cada vez más. Y alcanza límites intolerables cuando uno va sabiendo que es cada vez más un “cadáver político” mientras del sujeto (o sujeta) odiada escucha el atronador canto, de los que tienen comprensión de textos, pero igualmente la quieren “presidenta”.

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