Un aporte del profeta Oseas para entender el presente
Eduardo de la Serna
Es sabido que el profeta Oseas
ha planteado la vida del pueblo al que se dirige como una invitación urgente a
optar por Dios rechazando a los ídolos cananeos (particularmente Baal).
Veamos brevemente… es habitual,
en las personas, procurar, de un modo u otro, tener garantizada la vida, y,
para esto, asegurar el presente y el futuro en la medida de las posibilidades.
Tener una buena cosecha y que los ganados se multipliquen asegura, en gran
medida, el futuro cercano, al menos hasta la próxima primavera donde ambos
volverán a mostrarse generosos o escasos. Tener, además, una buena descendencia
asegura tener trabajo garantizado en los campos, y una buena atención en la
vejez, según lo indica el mandamiento sobre “padre y madre”. Los dioses de la
fecundidad, entonces, suelen tener – en esos ambientes – mucho rating.
En Israel, al norte, gobernaba
Jeroboam II, en la primera mitad del s. VIII a.C., un rey durante el que la
situación económica era floreciente y la situación social, catastrófica. Un
profeta, Amós, denuncia sin ninguna diplomacia, a los ricos y acomodados que se
desentienden, o aún más, que provocan un creciente empobrecimiento de la
sociedad. Hay ricos cada vez más ricos a costa de pobres cada vez más pobres,
como se dice. Contemporáneo a él, surge otro profeta, Oseas. Ciertamente, en su
predicción no se desentiende de la situación de los pobres (y los ricos), pero
su crítica profética se dirige especialmente en otra dirección. Ve que el
enriquecimiento de unos pocos es atribuido por ellos a las bendiciones de Baal,
dios de la fecundidad. Y, por ello, muchos han olvidado al Dios del pueblo, Yahveh,
“el que está” con ellos en la historia (en las buenas y en las malas, como se
dice). Muchos hacen ofrendas a Baal agradecidos por los dones de trigo, uvas,
olivos, y rebaños de ovejas y de vacas (ver Oseas 2,10). Israel decía: “Me iré detrás de mis amantes, los que me dan mi
pan y mi agua, mi lana y mi lino, mi aceite y mis bebidas” (2:7). Como
persona religiosa que es, Oseas sabe, por un lado – y mirando la historia lo ha
aprendido – que, al salir de Egipto, en tiempos del desierto, la fecundidad era
escasa, o aun, nula. Fue Dios el que lo alimentó con maná o agua de la roca… La
falta absoluta de fecundidad fue la ocasión de un encuentro personal y vivo con
su Dios; en cambio, cuando la fecundidad proliferaba, el pueblo se olvidó de
Dios y abrazó como nuevo “señor” a Baal (Baal quiere decir “señor”). Por eso
Oseas denuncia: “cuanto más aumentaba su
fruto, más aumentaba los altares; cuanto mejor era su tierra, mejores hacía las
estelas” (10:1).
Y, si
bien en un primer momento Oseas plantea una ruptura de Dios de la relación con
Israel, finalmente afirma con enamorada esperanza:
Por eso yo voy a seducirla; la llevaré al desierto y
hablaré a su corazón. Allí le daré sus viñas, el valle de Akor lo haré puerta
de esperanza; y ella responderá allí como en los días de su juventud, como el
día en que subía del país de Egipto. Y sucederá aquel día– oráculo de Yahveh–
que ella me llamará: «Marido mío», y no me llamará más: «Baal mío.» (2:16-18)
Entonces dirá: «Voy a volver a mi primer marido, que
entonces me iba mejor que ahora.» No había conocido ella que era yo quien le
daba el trigo, el mosto y el aceite virgen, ¡la plata yo se la multiplicaba, y
el oro lo empleaban en Baal! (2:9-10)
Los tiempos de prosperidad, entonces, suelen conllevar la tentación de la idolatría, es decir, del olvido de ese Dios compañero de camino, y atribuir a otros (Baal en su tiempo, otras divinidades - ¿el mercado? – en otras circunstancias) la provisión de beneficios y dones, de bienestar y riquezas. Por eso, para Oseas, “el desierto”, los tiempos de los orígenes, los del “amor primero” son tiempos de conversión, de mirar caminos, de hacer opciones.
Algo semejante dice el libro del
Apocalipsis a la primera de las comunidades a las que escribe:
Pero tengo contra ti que has perdido tu amor de antes. Date
cuenta, pues, de dónde has caído, arrepiéntete y vuelve a tu conducta primera.
Si no, iré donde ti y cambiaré de su lugar tu candelero, si no te arrepientes (Ap
2:4-5).
La Iglesia de Éfeso dejará de
tener su lugar eclesial (candelero) si no cambia de actitud volviendo a los orígenes
del amor (a diferencia de lo que ocurre en la iglesia de Tiatira cuyas obras últimas
son superiores a las primeras; 2,19).
No son pocas las veces en las
que un poco o mucho bienestar hace olvidar los puntos de partida, y hace
cambiar sueños y caminos. Israel se sabe pueblo del Dios Yahveh, pero los “buenos
momentos” le hacen errar la puntería. El Dios de Israel lo obliga a mirar la
alianza del desierto, la alianza en la que reconoce a todos y todas las demás
como verdaderos hermanos.
Yahveh tiene pleito con Judá, va a visitar a Jacob, según
su conducta, según sus obras le devolverá. En el seno materno suplantó a su
hermano, y de mayor luchó con Dios. Luchó con el ángel y le pudo, lloró y le
imploró gracia. En Betel le encontró y allí habló con nosotros.
Sí, Yahveh Dios Sebaot, Yahveh es su renombre. Y tú
volverás, gracias a tu Dios: observa amor y derecho, y espera en tu Dios
siempre. Canaán tiene en su mano balanzas tramposas, es amigo de explotar. Y
Efraím dice: «Sí, me he enriquecido, me ha fraguado una fortuna.» ¡Ninguna de
sus ganancias se hallará, por el pecado de que se ha hecho culpable! (12:3-9).
Pero, eso sí, aunque se olvidara de Dios en la práctica, y se olvidara de los hermanos y hermanas, muchos no dejan de dar culto a Yahveh (sin olvidar los cultos a los Baales; un culto "vacío", ciertamente). Así les denuncia el profeta: “Porque yo quiero amor, no sacrificio, conocimiento de Dios, más que holocaustos” (6:6).
Es habitual que la experiencia de un
mayor bienestar haga olvidar lo fundamental (Dios y los hermanos, para la
Biblia) y, entonces, distorsione la mirada y atribuya su seguridad para el
presente y el mañana (reales o aparentes) a construcciones ficticias (idolátricas).
Dios se ha revelado como padre y madre de su pueblo, y su sueño (Jesús lo llama
“reinado de Dios”) es que sus hijos e hijas vivan y se relacionen como
verdaderos hermanos y hermanas. Una sociedad que se nutre del desprecio, la discriminación,
el odio o la indiferencia, del insulto o la avaricia se asemeja a los dioses de
tiempos bíblicos que quieren el sacrificio sangriento de sus hijos (ver 2 Re 16,3;
17,17; 21,6; 23,10; Jer 7,31; Ez 16,21…) y no el derecho y la justicia, o el
amor mutuo que propone el Dios de Israel.
Yo te desposaré conmigo para siempre; te desposaré
conmigo en justicia y en derecho, en amor y en compasión, te desposaré conmigo
en fidelidad, y tú conocerás a Yahveh.
Y sucederá aquel día que yo responderé – oráculo de
Yahveh – responderé a los cielos, y ellos responderán a la tierra; la tierra
responderá al trigo, al mosto y al aceite virgen, y ellos responderán a
Yizreel.
Yo la sembraré para mí en esta tierra, me compadeceré de «No-compadecida», y diré a «No-mi-pueblo»: Tú «Mi pueblo», y él dirá: «¡Mi Dios!» (2:21-25).
El Dios de Oseas,
el Dios de Israel y la Biblia es un Dios que nos hace hermanos, un Dios que no quiere
ser manipulado, que no quiere que miremos nuestro propio bienestar, provecho y
fecundidad sino la vida (derecho y justicia) de todos quienes somos miembros de
este mismo pueblo. Nada más ajeno al individualismo y el emprendedurismo; el
amor primero, el de la militancia en el despoblado, el del reconocimiento de
los caminos de Dios en la aridez y la sequedad del desierto. Dejando a Dios ser
Dios y no haciéndonos un dios a nuestra imagen y semejanza, rechazaremos los
ídolos del mercado y el individualismo para reconocer sus caminos y
siguiéndolos en el encuentro con los que caminan con nosotros, “conocer a Dios”,
que es sinónimo de amarlo y amándolo poder edificar una patria de hermanos y un
mundo donde quepan todos los mundos.
Imagen tomada de https://lectionaryart.org/2017/05/20/hosea/
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