Crítica al neoplatonismo
Eduardo de la Serna
Hace ya bastante
tiempo señalaba yo la importancia de prestar, actualmente, atención al
neoplatonismo.
Esta corriente
fue tan poderosa que impregnó todos los estamentos de la sociedad… y de la
Iglesia. Surgida en Alejandría, muy pronto adquirió carta de ciudadanía mundial
(en Occidente, por cierto). No se pueden desconocer personajes fascinantes de
este tiempo y corriente, entre quienes descolla Hypatia, maestra (con todas las
letras), asesinada por “cristianos”, algo de lo que no parece ajeno el antiguo
obispo Cirilo.
Y así se llegó a
lo que se llamó, lo cual es probablemente correcto, el “neoplatonismo cristiano”.
Es de señalar, por ejemplo, además, que esta corriente resurgió con fuerza
durante el Renacimiento, y – probablemente – está muy presente hoy en muchas
corrientes y espiritualidades.
Como en todas
las cosas, creo, es indispensable entenderla en su tiempo y contexto. Leerlo
acríticamente, y aplicado literalmente al hoy, sería falso en las dos puntas:
el neoplatonismo y el hoy.
Con esta
corriente, por ejemplo, se incorporaron ideas como “espiritualismo”, “mística”
y “ascética”, “contemplación”, etc. Términos que venían de la filosofía y se “espiritualizaron”,
se cristianizaron… Particularmente importante fue la lectura espiritual de la Biblia,
para la cual, “detrás” del texto subyacía una lectura superior (y verdadera),
la espiritual, que solo los espirituales podrían comprender acabadamente. En
esto, se acercaba bastante al gnosticismo; aunque en otros aspectos estos se
enfrentaban; por ejemplo, mientras para los gnósticos el matrimonio y el sexo
eran un mal (por ser materiales), para los neoplatónicos cristianos, eran
inferiores a la vida contemplativa, pero si se vivían sacramentalmente (dentro
del sacramento del matrimonio) eran una suerte de mal necesario (Agustín, por
ejemplo). De hecho, Clemente de Alejandría enfrenta vehementemente a quienes
rechazan el matrimonio aludiendo al matrimonio de Pedro, Pablo y Felipe...
Pero, volvamos a la lectura bíblica, y señalemos un simple, pero gráfico,
ejemplo. El diluvio y el arca, eran imagen del bautismo y de la Iglesia; la
barca de Pedro era, también, la Iglesia; y los números tenían, todos ellos, un
sentido simbólico: los dos ciegos del Evangelio de Mateo son Israel y Judá
hasta que llega Cristo, etc… También nosotros necesitamos que Él nos abra los
ojos para ver las Escrituras (Orígenes). O también que el reparto de las
vestiduras del crucificado entre los cuatro soldados “fue figura de la Iglesia
dividida en cuatro partes porque está esparcida por las cuatro partes del mundo…”
(Agustín). Esta lectura espiritual de la Biblia, que él escuchó de boca de san
Ambrosio, por ejemplo, fue la que terminó de motivar a Agustín a dar el paso
hacia el cristianismo, luego de la fascinación por las lecturas de los
neoplatónicos Plotino y Pofirio, las cuales buscó conciliar. El clásico
dualismo platónico, por ejemplo, lo llevó a entender que hay dos historias: una
secular y otra sagrada, y desde allí leer la realidad en su Ciudad de Dios.
Leer estos
autores sin las razonables mediaciones hermenéuticas de su tiempo y espacio, ciertamente,
nos impediría descubrir muchas de sus riquezas. Por ejemplo, es evidente que son
misóginos, que tienen una mirada hiper negativa del judaísmo, y no aceptan una
lectura “histórico-crítica” de la Biblia.
Por otro lado, aceptar
y disfrutar sus riquezas, no debe impedirnos valorar los pasos dados en el
pensamiento y la teología a partir de entonces.
Hoy, por
ejemplo, nadie afirmaría que “hay dos historias”:
Sin caer en confusiones o
en identificaciones simplistas, se debe manifestar siempre la unidad profunda
que existe entre el proyecto salvífico de Dios, realizado en Cristo, y las
aspiraciones del hombre; entre la historia de la salvación y la historia humana;
entre la Iglesia, Pueblo de Dios, y las comunidades temporales; entre la acción
reveladora de Dios y la experiencia del hombre; entre los dones y carismas
sobrenaturales y los valores humanos. (Medellín, Catequesis 4).
Hoy nadie diría que la Biblia es, a veces, un libro escondido,
que debe ser recibido con fe incluso cuando no se revela completamente. Ciertamente
siempre descubrimos cosas viejas y nuevas (como el escriba de Mt 13,52), pero
sabemos claramente que esta no se revela plenamente a los espirituales o
intelectuales sino “a los pequeños” (Mt 11,25).
No deja de ser interesante la anécdota de cuando
monseñor Romero se sentó con unos campesinos que leían el Evangelio de Juan, a
lo que el asistió callado, y al terminar dijo lagrimeando: “Yo creía que
conocía el evangelio, pero estoy aprendiendo a leerlo de otra manera.” (entre paréntesis,
es de notar que este grupo tenía la Biblia enterrada por lo subversivo y peligroso
que significaba en este tiempo leerla).
Hoy, tenemos claro de la importancia de una “mística
de ojos abiertos”, de la urgencia de que la mujer tenga el lugar que “debe”
tener, que no es el que los varones estamos dispuestos a “permitirle”, que el
espiritualismo desencarnado vuelve a poner a la Iglesia “separada” del mundo que
el Concilio Vaticano II reencontró. Quizás, si en tiempos agustinianos, la
urgencia era la “espiritualización”, hoy se vuelva sumamente urgente la “encarnación”.
Así, las dos manos de Dios podrán abrazar a varones y mujeres para caminar con
un oído en el Evangelio y otro en el pueblo, ser hermanos y hermanas de los y
las pobres, y ser “sacramento” de la presencia de Dios en medio de tanto dolor,
injusticia, violencia…
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