La grieta, el diálogo y los puentes
Eduardo de la Serna
Hace muchos
años, cuando el país explotó por los aires como consecuencia del neoliberalismo,
los obispos argentinos convocaron a una “mesa del diálogo”. Todos estuvieron invitados
a ella. ¡Bien! Victimarios y víctimas, para ser precisos. ¡Bien! Pero los curas
opp manifestamos nuestro desacuerdo con ello. No por el diálogo, por cierto,
sino porque entendíamos que entre opresores y oprimidos, víctimas y victimarios,
la Iglesia no podía aparecer como una instancia aséptica, impoluta, sino como “voz
de los sin voz”, como se decía… Si no hablaba, creíamos, desde el lugar del pobre,
no prestaba un servicio sino a la complicidad. Decíamos que “quedar bien con
Dios y con el diablo” es imposible, porque Dios no está allí.
Mucho tiempo
después, el operador político que había sido periodista, Jorge Lanata, puso de
moda la palabra “grieta”. Una mentira, por cierto, porque no le molestaba que
hubiera divisiones, sino que hubiera un lado de esa grieta que él detestaba. Y
muchos, obispos inclusive, hicieron suya la imagen; e, insisto, no buscando
acuerdos, coincidencias, reconciliaciones o abrazos, sino – si fuera posible –
hacer desaparecer el lado aborrecible de esa supuesta grieta. Nosotros, los
opp, señalamos más de una vez, que, si tal grieta existía, queríamos quedar del
lado de los pobres. Ese es nuestro lugar. El de Jesús.
Hoy, creo
entender, que hay una situación análoga. Es evidente que hubo muchos ambientes
eclesiales molestos con el modo de ser, actuar y hablar del papa Francisco. De
hecho, los lobbies ultraconservadores para boicotear en el pasado conclave a
todos los tildados de “francisquistas” fue evidente y sólo pueden negarlo
quienes se niegan a ver. El nuevo Papa, León XIV, ha hablado más de una vez de “puentes”
(cosa que también hizo Francisco, por cierto), pero la sensación es que – para establecerlos
– quiere acercarse con gestos y palabras a esos sectores: reza en latín (parece
que tiene más eficacia si se hace así), aparece en el balcón con todos los “trapos”
de los papas anteriores, se va a vivir al palacio apostólico... Y, acá mi
primera pregunta, para que se sientan convocados los no francisquistas, ¿va a
negar cosas que el papa anterior hacía o decía? Si es así, los que estábamos
conformes con eso que hacía o decía Francisco, ¿no nos sentiremos “del otro
lado de la grieta”? Si tiene que “deshacer” cosas del papa anterior para que
unos no se sientan excluidos, ¿no nos está excluyendo a otros? Es razonable (y
cristiano) que todos se sientan invitados (todos, todas, todes), pero si me
habla desde los lujos vaticanos, con ropaje suntuoso y en una lengua que
desconozco, pues, que me perdone, pero no quiero cruzar ese puente. Si para que
“ellos” no se sientan mal, la palabra “pobres” no aparece, hasta ahora, ni una
sola vez, ¿puedo sentirme excluido? ¿Puedo entender que “alguien” pretende
aparecer como desde las nubes, desde un estado químicamente puro, sin siquiera
decir “es por acá”? Vuelvo a lo de Dios y el diablo, para no recordar lo que
dice el Apocalipsis sobre los tibios. Ese equilibrio, “término medio”, mesurado
y que no se sale del guion de lo que está escrito (“la letra mata, el espíritu
da vida” decía Pablo) y pretendido conciliador no me recuerda a la profetisa
María feliz porque “Dios derribó del torno a los poderosos”, o al profeta Jesús
que gritaba “Ay de ustedes los ricos”. Pretender agrandar los ojos de la aguja
para que pasen los camellos no se parece demasiado al Evangelio de los pobres. Cerrar
la Biblia no parece la mejor imagen que puede dar… No puedo menos que recordar
ese texto con cierto tufillo apocalíptico que se encuentra en la 2ª carta de
Pablo a los Corintios:
No se unan ustedes en un mismo yugo con
los que no creen. ¿Qué tienen en común justicia e injusticia?, ¿puede la luz
convivir con las tinieblas?, ¿o haber armonía entre Cristo y Beliar?, ¿qué hay
en común entre el creyente y el infiel? ¿Es compatible el santuario de Dios con
los ídolos? Porque nosotros somos santuario del Dios vivo. Como dijo Dios:
Habitaré entre ellos y me trasladaré con ellos. Seré su Dios y ellos serán mi
pueblo. Por tanto, salgan de en medio y apártense de ellos –dice el Señor–. No
toquen lo impuro, y yo los recibiré. Seré para ustedes un Padre y ustedes serán
mis hijos e hijas –dice el Señor Todopoderoso–.
Ya que tenemos estas promesas, queridos
míos, purifiquémonos de toda impureza de cuerpo y espíritu, haciendo realidad
la obra de nuestra santificación y respetando a Dios. (2Cor 6,14-7,1)
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