La aceptación sumisa del poder omnímodo
Eduardo de la Serna
Entre los años c. 187 a. C.-175
a.C, fue rey en Siria (lo que incluye “Judea”) Seleuco IV. Dejando claro a
todos sus súbditos “quién manda y quien es el mandado”, como se ve, por
ejemplo, en el cambio del calendario (todo empieza con nosotros), nombra a
Olimpiodoro oficial responsable de los santuarios de la región. Esto queda grabado
en piedra para que todos y siempre sepan cuál es su voluntad. Él pretende que
estos templos “reciban los honores tradicionales con el cuidado que les
corresponde”. El tema es largo y complejo, y el material es abundante.
Pretendo aquí detenerme sólo en
un aspecto.
La potente ideología imperial ha
logrado que lo que ellos imponen sea visto como algo “natural”, como que “así
es la cosa”. Es a eso que se llama “hegemonía”. Todos – casi todos, para ser
precisos – tratan de acomodarse a lo que el imperio va permitiendo, disfrutando
sus “favores”, aprovechando los resquicios, soportando / resistiendo lo prohibido.
Eso no impide la aparición de diferentes modos de resistencia en algunos, que
va desde la no violenta hasta la armada, según los casos, los grupos y los
tiempos. Es frecuente que, por ejemplo, algunos para resistir se trasladen al
desierto, otros, aceptan incluso el martirio, y muchos – seguramente los más –
aceptan sumisamente lo que la hegemonía les asegura que es “lo que es”. Muchos se
adaptan incluso a las vestiduras propias griegas (incluso su característico
sombrero, el petaso; ver 2 Mac 4,12), la alimentación (incluso el cerdo) y
hasta los juegos gimnásticos…
Pero yendo a Olimpiodoro, es
notable que muchos celebran que “gracias a la magnificente bondad del emperador
podemos dar culto libremente en nuestro templo” (destaquemos que con los
sucesores de Seleuco la cosa se agrava más todavía llegando incluso a
verdaderas masacres, desapariciones y terrorismo de Estado, literalmente).
Pero lo interesante,
teológicamente, en algunos grupos de resistencia, es el malestar con el “permiso”,
la “libertad de culto” que el funcionario ahora autoriza. Lo que, para ellos,
resulta evidente, es que si el Imperio nos permite dar culto a Dios eso indica
que el Imperio está por encima de Dios; ¡nada menos! Ciertamente los que han aceptado
mansamente la hegemonía imperial ven la nueva posibilidad como un alivio para
sus creencias, pero no han sabido descubrir que en ella se esconde un Imperio
más todopoderoso – nada menos – que Dios mismo. Es contra esto que también comienza
la resistencia en algunos, lo cual, se agravará, en los años y gobiernos
posteriores, como hemos dicho, con lucha armada en algunos casos, con una “aislación”
(tipo fuga mundi) en otros, o incluso en la aceptación del martirio en unos
pocos.
Es evidente que en los distintos
tiempos de opresión que diferentes grupos buscan diferentes modos de
resistencia, desde un simple “desensillar hasta que aclare” hasta la lucha
armada, desde un aislarse del ambiente opresor hasta la resistencia explícita y
pública… Pero no es menos cierto que, probablemente como modo de supervivencia,
o quizás como una mansa imagen tipo “soy como vos, no me agredas”, o, peor aún,
una actitud que hoy podemos llamar desde “masoquismo” hasta “Síndrome de
Estocolmo”, lo cierto es que es habitual y frecuente la actitud de sumisión.
Actitud que, en ocasiones, cuando más vehemente y violento se muestra el
agresor, más sumisa se muestra la víctima.
Volviendo a los tiempos bíblicos
(anteriores a la época de los Macabeos, para ubicarnos), ciertamente – y sin
juzgar, ni levantar el dedo, ni condenar – el punto de partida radica en dónde,
por qué, cómo, para qué nos ubicamos. ¿Alguien puede “condenar” al que, para
salvar la vida, comía carne de cerdo, por ejemplo? Ciertamente, en los textos
bíblicos sí hay, en algunos casos, condenas o rechazos firmes a estas
actitudes, pero, insisto, ¿dónde nos paramos para analizar y ver?
Quienes creemos que “el primer
mandamiento es amar a Dios sobre todas las cosas”, no podemos entender que haya
ídolos (de eso se trata cualquier cosa, persona, fuerza, idea, imagen que se
ponga a la altura de Dios, o por encima de él) a los que adorar o venerar. Y
valga esto para el Imperio seléucida, o para el Mercado, para Seleuco o para
Trump… El Dios de la Biblia pretende ser abrazado, saludado, encontrado en el “derecho
y la justicia”, allí donde hay víctimas (de esos mismos modelos, acotemos),
atentos a sus “clamores”, respetuosos de sus vidas. Algunos, a pesar de la hegemonía
(que, aunque esté grabada en piedra no es menos fútil y pasajera), seguimos
creyendo que es desde aquí que estamos llamados a mirar, desde aquí invitados a
obrar y amar, y allí convocados a permanecer. ¡Pueden llamarlo “resistencia”,
si quieren!