Cuarenta y cuatro
en tiempos apocalípticos
Eduardo de la Serna
Decir “tiempos apocalípticos” no es preciso. O lo es
relativamente, como decir “tiempos poéticos”, o “tiempos novelescos” … El
apocalipsis es un género literario.
Para ser breve, en tiempos complicados, de persecución o
martirio, un autor remite a personajes simbólicos para comunicar esperanza.
Pero la esperanza no es ilusoria: los tiempos complicados “están ahí”. ¡Pero
también está Dios! Los autores apocalípticos describen simbólica, pero
crudamente, esos momentos difíciles, y dicen claramente, a cualquiera que sepa leer,
con “nombre y apellido” quienes son responsables del dolor de su pueblo.
Antíoco IV o Domiciano son “escrachados” en los libros de Daniel o del
Apocalipsis. Pero son tiempos de resistencia. De resistencia militante. De eso
se trata la esperanza.
Una generación – expresada, habitualmente por el número 40,
como se ve desde el Éxodo – está invitada a la fidelidad, a dejarse alimentar
por Dios en el desierto a pesar que la violencia acecha. La violencia, por otro
lado, es universal – expresada, habitualmente por el número 4, como lo son los
elementos, o los puntos cardinales. Pero personas de “toda raza, lengua, pueblo
y nación”, en comunión entre “el cielo y la tierra”, cantarán a Jesús, el
Cordero, junto a los “4 ángeles” o los “4 vivientes”. Y, además, esa violencia
no durará para siempre, su tiempo es breve.
Si los apocalipsis son, como se ha dicho, “teologías de la
esperanza” no debemos olvidar que – como se ha dicho – toda teología es “una
hermenéutica de la esperanza”.
Acoger el don de la esperanza
abre al futuro. La teología, como reflexión sobre el amor de Dios y hermenéutica
de la esperanza, cumple una función liberadora, va contra la parálisis que
pueden provocar ciertas situaciones, se niega a la sumisión a los hechos.
Considerar la teología como comprensión de la esperanza se hace más exigente
cuando se parte de la situación del pobre y la solidaridad con él. No es una
esperanza fácil, pero por frágil que pueda parecer es capaz de echar raíces en
el mundo de la insignificancia social, en el mundo del pobre y de encenderse, aún
en medio de condiciones difíciles, y de mantenerse viva y creativa. Esperar no
es aguardar pasivamente, debe llevar el empeño de forjar activamente razones de
esperanza en nuestro caminar. Precisemos que la esperanza en el amor de Dios,
estrictamente hablando, es una vivencia que no se confunde con una utopía
histórica o un proyecto social. Pero, eso sí, los supone, los genera y los
necesita, en la medida en que ellos indaguen por los caminos concretos para
llevar a cabo la voluntad de construir una sociedad justa y fraterna
(Gustavo Gutiérrez, Vivir y pensar el dios de los pobres, Lima: CEP 2025, 257)
En tiempos difíciles, cuarenta y cuatro años de cura me
(nos) desafían a la esperanza; pero esperanza nunca individual sino un canto de
toda raza, lengua, pueblo y nación porque Dios canta con nosotros y eso motiva
a la militancia y la resistencia. ¡Allá vamos!
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