La voluntad
Como tantas cosas de los seres
humanos, muchas cosas buenas pueden devenir negativas cuando salen de ciertos
carriles. Y la “voluntad” es un buen ejemplo de ello.
Poner voluntad para conseguir una
meta, sin duda es necesario y fundamental, especialmente cuando el objeto del
deseo es arduo. Un ejemplo fácil de comprender es conseguir un título. El
esfuerzo necesario, el estudio, el tiempo “gastado” (nunca “perdido”), incluso
los pasos en falso, son necesarios para, finalmente, graduarse. Pero, también
es sabido, que, en ocasiones, ese voluntarismo no implica el esfuerzo, sino un
desvío, como puede ser el plagio, el soborno u otras cosas fácilmente
reconocibles. En este caso, el objetivo se ha alcanzado, pero…
Pero pretendo detenerme en otro
aspecto. Ciertamente, todas las personas tenemos objetos de deseo y, por lo
tanto, pretendemos conseguirlos. Pero la consecución “a toda costa” fácilmente
se puede vislumbrar como un desvío. Un niño caprichoso es una buena imagen de
esto.
Una de las fáciles enseñanzas de
la historia es que ha habido, por ejemplo, buenos o malos reyes (o presidentes,
o Papas, o…). Pero, especialmente en los casos monárquicos, es evidente que ese
tal sujeto pretende la realización de su voluntad. Un rey, al gobernar, ejerce
su voluntad. Y, por cierto, esto puede ser o no beneficioso para sus súbditos.
Si en su reinado hubo paz, por ejemplo, eso repercute en la población; si hubo
una economía floreciente, lo mismo; pero si fue un rey sanguinario, o belicista,
si se desentendió de los débiles, ocurre todo lo contrario… Probablemente ese
rey tenga una buena autopercepción de su monarquía; especialmente si, por
ejemplo, a su palacio no llegan los reclamos de los “de fuera”, si hay
banquetes permanentes, y todo tipo de divertimentos, pero esa no será ni la
percepción de los demás, y – por supuesto – tampoco la de la historia (a menos
que esta sea “oficialista”). Pero siempre el punto de partida es la propia
voluntad. ¿Qué dirección da a sus deseos? Obviamente si desea que su pueblo sea
feliz, que haya paz, que tenga acceso a los bienes necesarios para una vida
digna hará cosas concretas, legislará de modo preciso, ejecutará medidas específicas
en favor de “sus hijos”, cosa que no hará si sólo “se” mira a sí mismo y su
corte (particularmente cuando esta es de adulones).
Por supuesto, esto es diferente
en estados democráticos, en los que hay controles (o debiera haberlos) a fin de
que los excesos de unos u otros sean reducidos casi a la inexistencia. Nada
impide que legisladores, jueces o presidentes pretendan la consecución de sus
voluntades, pero habiendo claros límites que impedirán desbordes o injusticias.
Cuando se ven numerosas marchas
en los EEUU diciendo “no kings”, se está diciendo, exactamente eso: no
queremos (y no debemos tener) reyes. Cuando otro presidente, más al sur, quiere
hacer todo lo que sus deseos le inspiran, e impide legislaciones, propuestas en
contrario, se asemeja ciertamente a eso.
No está de más, por cierto,
recordar que en Imperios, como es el caso de Roma, el que está en la cima de la
pirámide es el Emperador. Luego, hacia abajo hay otros que le deben obediencia,
pero a su vez son autoridades para otros. Veamos a modo de ejemplo… Con
frecuencia, Roma intentaba que el gobernante de una localidad fuera alguien del
lugar (con todas las ventajas que eso implica, desde conocer el ambiente, hasta
direccionar los desacuerdos fuera de Roma). En algunas ocasiones, en caso de
que se tratara de alguien confiable (o que hubiera hecho un buen aporte al
Emperador), ese tal, hasta podía ser nombrado rey (por Roma). Es el caso de
Herodes. Roma le concede el título de rey sobre todo su territorio (Galilea,
Judea, Samaría…), pero – evidentemente – es un rey vasallo de Roma; por
ejemplo, debe hacer importantes aportes dinerarios al Emperador; claro que el
excedente – que pretenderá que sea abundante – le queda en su provecho. A su
muerte (4 a.C.) el territorio se divide entre su descendencia, pero a ninguno
de ellos Roma le concede el título de rey a pesar que tanto Arquelao como
Antipas lo pretendieron insistentemente. De todos modos, con título o sin él,
es Roma la que maneja los hilos de la región. Por ejemplo, cuando se desata una
guerra entre Antipas y Aretas, Roma, en un momento, dijo, ¡basta! Y este
conflicto hubo de terminar (lo que benefició a Antipas que había sido
derrotado). Es decir, en casos de reyes o gobernantes vasallos, estos podían
ejercer su propia voluntad con el límite que Roma quisiera ponerle (solo el
emperador no los tenía).
No hace falta demasiado análisis
para ver un emperador que pretende que se haga su voluntad, aunque sus súbditos
digan no kings… Que cuando un gobernante, que debiera ser súbdito no
acepte serlo, sea inmediatamente etiquetado como “narcotraficante” (ver Maduro,
Petro; pero nada de Alvaro Uribe, que se puede disimular), etiqueta fácil de poner porque no hay “carnets de afiliación” a ese
club. Y, que cuando un gobernante vasallo le lame la mano hasta le llega a regalarle
el epíteto de “amigo” escrito con fibrón, que después, en travesura infantil,
logra quedárselo. Ese tal vasallo volverá moviendo la cola y, por supuesto,
reanudará la ardua tarea dineraria para el amo y se encerrará en su palacio de
Olivos a jugar con perros imaginarios, y poner la opera a muy alto volumen para
no escuchar los gritos del exterior que no dejan que haga su voluntad en paz.
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