Pensando en los enemigos
Eduardo
de la Serna
Es
evidente que terminológicamente el término enemigo deriva de “amigo”, es quien está
privado de ello. Algo que a su vez deriva de “amor”, que es quien lo tiene por
otro u otra.
La
idea de enemistad señala un rechazo, en ocasiones violento, por quien es tenido
por tal, e incluso, se pretende, a veces, su desaparición física o espacial. Es
algo que ciertamente implica hostilidad.
Yendo
al Evangelio, es considerablemente llamativo que Jesús reclame “amar a los
enemigos” (Mt 5,44; Lc 6,27). Pero es importante tener presente que, para el
mundo hebreo, “amar / odiar” no se trata de un sentimiento sino de un “obrar”. No
es la teoría sino la praxis la que decide (J. Gnilka, Das Matthäusevangelium [HThKNT
I.1], Freiburg: Herder 1988, 191), lo cual implica rezar por él/ellos
preparando el camino para la conducta del lector (W. T. Wilson, The Gospel of
Matthew [ECC] 1, Michigan: Eerdmans 2022, 190). Aunque con exactitud no lo fuera,
san Justino considera el amor a los enemigos la gran novedad del cristianismo
(1 Apol 15,9-10). También en Lucas se destaca la oración por ellos (como, en la
práctica lo hará Jesús [Lc 23,34], o también Esteban [Hch 7,60]) y agrega una
referencia “material” al don: dar la túnica, no reclamar… Esto supone “obrar el
bien, una actitud activa y concreta” (F. Bovon, L´Evangile selon saint Luc 1-9
[CNT 2ème série IIIa], Genève: Labor et Fides 1991, 310) teniendo en cuenta que
la actitud de hacer el bien, bendecir y rezar no es algo individual sino colectivo
(B. Reid – S. Matthews, Luke 1-9 [WC 43A], Minnesota, Liturgical Press 2021, 209).
Señalo
esto, porque tengo la sensación de que en muchas actitudes – y me refiero,
especialmente, de parte de personas que afirman ser y creen ser cristianas,
pero sus actitudes parecen movidas por el odio y la enemistad – el odio y la
enemistad parecen ser, precisamente, el motor del obrar y de la toma de muchas decisiones.
Si
nos movemos en el terreno de lo simbólico, no es difícil decir que odiamos al pecado,
el cual es nuestro enemigo. Nadie lo cuestionaría. Nuestro enemigo es el hambre,
la injusticia, la indiferencia, la insensibilidad frente al dolor
ajeno-hermano. Entiendo que tampoco nadie lo objetaría. Pero cuando esas
categorías se concretan, entramos en el terreno de lo personal. ¿Debemos odiar,
considerar enemigos, a los hambreadores, injustos, indiferentes e insensibles
de nuestros hermanos y hermanas?
Tradicionalmente
– y lo hemos dicho en más de una ocasión – la tradición teológica afirmaba que
hay que “odiar al pecado y amar al pecador”. Lo cual es, también, fácil de
entender. Pero, puesto que el amor supone obrar el bien, habrá que señalar que,
en ese caso, eso implica buscar que ese tal enemigo cambie de actitud, que cese
de hambrear, de ser injusto, indiferente e insensible. Porque, precisamente el
amor – en este caso por las víctimas del hambre, la injusticia, la indiferencia
e insensibilidad – también buscará su bien, el cual es que cese su padecimiento.
A eso llamamos “conversión para el perdón de los pecados”.
Lamentablemente,
y lo hemos señalado con frecuencia, la lectura superficial, intimista y
espiritualista del Evangelio lleva el terreno del pecado al “alma”, el
arrepentimiento al terreno ritual de la “confesión” y el amor al de un mero
sentimiento; y, en todo caso, el arrepentimiento, y el perdón, a un ámbito de
autoayuda. Y nuestro obrar movido por el odio y la búsqueda de la eliminación de
los enemigos se traslada al etéreo espacio del olvido. Mientras tanto, las
víctimas del odio y del hambre, de la injusticia y la indiferencia, el desprecio
y la insensibilidad siguen al borde del camino en el que hemos dado un rodeo.
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