Invisibles
Eduardo de la Serna
Hace
muchos años acompañé a una persona a despedir los restos de su hija única al
cementerio de la Chacarita. Allí hice una oración. Al terminar, me pidieron si
podía dejar, a mitad de camino a una familiar, cosa que hice sin dudarlo. Mi
acompañante no paró de hablar, y no hacía sino hablar maravillas de personas
que están en las antípodas de mis convicciones. Ella daba por supuesto que yo
coincidía en un todo con sus apreciaciones. Seguramente habituada a moverse
sólo en un ambiente de “gente como uno” no podía siquiera imaginar que yo no
coincidía en nada con ella. Se despidió agradecida del viaje, pero se despidió
sin siquiera enterarse de lo que opinaba su ocasional acompañante, que vendría
a ser yo. Si coincidía o no, no le importaba… Simplemente yo no existí. Solo
fui conductor… su chauffeur.
Ya
sabemos, desde hace años, que uno de los modos más habituales de violencia
simbólica es la invisibilización. Se esconde una villa miseria (“ciudad oculta”),
se esconden las mujeres en el plural masculino, se esconden los pobres en los
genéricos despectivos (el más frecuente es “negros”, pero los hay en cantidad).
Esconder es negar o no tener en cuenta. No importan, “todo el mundo” los
desprecia; “no existen” … Obviamente que así es prácticamente imposible toda
convivencia, diálogo o paz social.
Esta
semana tuve que hacerme anteojos nuevos. Fui a la óptica que me recomendó la
oftalmóloga, en plena Recoleta. El que atendía, muy cordial, por cierto, muy
educado, se deshizo en agravios despectivos contra los que andaban cerca, en la
casa de Cristina. No le interesaba en lo más mínimo la posibilidad de que yo
estuviera o no de acuerdo con él; daba todo por supuesto… o, caso contrario, no
le interesaba en lo más mínimo. El que podía pensar distinto, que en este caso
vendría a ser yo, no le interesaba. No existía. Después de pagar, lo saludé y
mintiendo (porque iba a otro lado) le dije: - “Chau, hasta luego. ¡Te dejo
porque voy a hacerle el aguante a Cristina!” Y me fui.
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