¿Cuál es mi pelea hoy, dentro de la Iglesia?
Eduardo de la Serna
Mi sensación, hoy, de la Iglesia actual (¡sí!,
¡la Iglesia de Francisco!) es que ella necesita una urgente desambiguación de
la realidad. Pero esa tal desambiguación no pasa por una clara posición ante la
realidad, ¡que también! Es decir, ante un mundo de pecado, ciertamente, debemos
ponernos “en la vereda de enfrente”, pero – para empezar, al menos – no para
manifestarnos oposición, ¡que también!, sino, precisamente, por la realidad de
pecado, es decir, ¡como Iglesia! Algo es pecado, no porque figure en una lista
tipo vademécum, sino porque “da muerte al hijo de Dios y da muerte a los hijos
de Dios” (mons. Romero). Esto implica, sin ambigüedad alguna, reconocer dónde
está Dios y dónde está ausente. Y acá el primer problema: ¿cómo saberlo?
Y, evidentemente, nunca podríamos saberlo sin
conocer a Dios, ¡al incognoscible! ¡Menuda tarea!
En la Biblia (Antigua y Nueva Alianza) con
mucha frecuencia se nos informa que hay quienes hablan en nombre de Dios sin
que él los mandara hablar. Y no es sensato, al menos no necesariamente, suponer
malicia o maldad de parte de aquellos. Veamos un ejemplo de los más conocidos:
el terrible y potente ejército babilonio avanza contra Jerusalén, y dos
profetas van a hablar “de parte de Dios”. Hananías, “profeta natural de Gabaón” (Hananías
significa Yah[vé] actuó con gracia [han]) por un lado y Jeremías (Jeremías significa Yah[ve] funda, sostiene), de los “sacerdotes
de Anatot”. Sostenido por la confianza en Dios, que ama a su pueblo y su tierra
y templo, que no permitirá que extranjeros profanen las cosas de Dios, Hananías
afirma que Dios no permitirá la destrucción de la ciudad que parece inminente.
Jeremías, en cambio, afirma que Dios se ha desentendido de su pueblo infiel y,
abandonada de Dios, Jerusalén será destruida. Ambos se guían por una honda
religiosidad y amor a “las cosas de Dios”, pero, finalmente, Jerusalén fue
destruida (Jeremías 28).
Y algo muy difícil de reconocer,
ayer y hoy, es quién habla en verdad palabras de Dios; cómo reconocerlo. Se
dirá, razonablemente, cuando lo anunciado se confirme o no con la realidad,
pero en algunas ocasiones, al saberlo ¡ya es tarde! Es bueno conocer lo que
Dios quiere antes que sucedan las catástrofes. Creer que Dios habla en lo que
nos agrada suele ser frecuente, pero de ninguna seriedad.
Insisto. La clave está en saber
cómo es Dios, para que, sabiéndolo, sepamos dónde encontrarlo y dónde no. Y acá
llegamos a la Biblia, a la “palabra de Dios”.
Durante mucho tiempo, en la Iglesia,
la Biblia fue utilizada para “reafirmar lo que se dice” (dicta probantia),
es decir, la Biblia resultaba una suerte de sierva del magisterio (ancilla
magisterium). En otros ambientes, la Biblia escondía un misterio más
profundo que los iniciados podrían descubrir y elevarse hacia el mundo del
espíritu (neoplatonismo). La imagen del ángel de Dios “dictando” al hagiógrafo
el texto que este pondría por escrito fue habitual; además, se justificaba así
la rigidez en la lectura de los textos y la seguridad de que todo lo que allí
se encontraba era verdad irrefutable.
Pero, quizás saboreando las riquezas
que supieron encontrar en los textos bíblicos hermanos no católicos, e
intuyendo que los caminos transitados por Marie Joseph Lagrange op (1855-1938)
abrían puertas insospechadas, y a su vez guiados por el Espíritu de Dios, el
papa Pio XII publicó el 30 de septiembre de 1943 la encíclica Divino
Afflante Spiritu. Allí dio un salto fundamental luego confirmado y
desplegado en el Concilio Vaticano II en su Constitución Dei Verbum
sobre la Divina Revelación (1965) afirmando que, en la Biblia, los seres humanos
son “verdaderos autores” (y no un copista de un supuesto dictado angélico).
Tratar de poner toda la atención, entonces, en lo que los autores y autoras
humanos quisieron decir en un texto fue y sigue siendo el gran desafío; pero no
para repetir “a la letra” caminos o palabras de hace milenios, sino para ir
descubriendo allí el rostro de Dios. La Biblia es palabra de Dios porque nos
permite ir conociendo un Dios que se revela; y por eso la revelación llega a su
plenitud en Jesucristo, porque “la palabra se hizo carne y puso su tienda entre
nosotros”. “Una sola palabra tenía Dios para decir y la dijo en su hijo Jesús”,
dirá Juan de la Cruz.
Pero ese Dios se muestra en la
historia; es un Dios que “está”, y en los diferentes momentos de su pueblo, sus
gozos y esperanzas, las tristezas y las angustias se hace presente (o ausente).
El Dios de la Biblia no es una “idea”, o una luz resplandeciente, sino un
compañero de camino.
Los profetas, por ejemplo, para
hablar de parte de Dios a su historia, aprenden a sentir lo que Dios siente
frente a estos o aquellos momentos. Dios siente enojo al ver que se compra a un
pobre por un par de sandalias; Dios se alegra cuando un rey hace reformas que
permiten que sea mejor conocido y se hagan cosas coherentes con el proyecto de
Dios para los suyos. A esto lo han llamado simpatía (del griego sym
= con y pathos = sentir; el profeta o la profetisa siente lo que siente
Dios ante esta o aquella realidad).
Pero este salto de Pio XII y el
Concilio abrió y abre caminos inesperados, a veces arduos, en ocasiones sorprendentes,
desafiantes, y cuando no, rupturistas. No son pocas las veces que ahora se
conoce que un texto dice o revela cosas muy diferentes a lo que “siempre se
hizo así”. Y, acá la crisis: resulta más “seguro”, más “cómodo”, más “tranquilizador”
volver a lo que se hacía antes. Es así que, si el Concilio destacaba la
prioridad de la Biblia y, en continuidad – por la conducción del Espíritu Santo
– de la Tradición para recién después, en un tercer lugar, hacer referencia del
Magisterio, en el intento eficaz de freezar el Concilio, Juan Pablo II
primero, y Benito XVI después volvieron a poner a la Iglesia por encima de la
Escritura, lo importante es lo que afirma “el Magisterio”.
El modo del uso de la Biblia en
los textos de Pablo VI quedó en el pasado y en los documentos papales de Juan Pablo
las citas bíblicas eran “adornos” para que embellezcan lo que ya estaba
decidido a decir de antemano. Benito XVI, más teólogo, tuvo algo – no demasiado
– en cuenta los textos bíblicos, y Francisco vuelve a hacer de la Biblia un
objeto decorador de su Magisterio. El documento conclusivo del Sínodo de la Sinodalidad
es un buen ejemplo de esto, la Biblia solamente es decorativa y no nutre ni
textos ni propuestas. La cantidad de Congresos, Encuentros, Jornadas
supuestamente teológicos donde no hay biblistas convocados es buena
manifestación de esto.
Y acá volvemos a la
desambiguación. Desambiguar a Dios creo que es tarea fundamental, porque si la
Iglesia, los papas, obispos, curas, catequistas, diáconos, religiosos o
religiosas, teólogos o laicos, creen que “conocen a Dios” entramos en el
preocupante terreno de la idolatría. Sabemos, por ejemplo, que de Dios es más
lo que sabemos que no es que lo que sí es (teología apofática; de apófasis,
negación) aunque sea imprescindible estar alertas a toda recaída en el
neoplatonismo. Y, evidentemente, para ver a Dios, saborearlo, encontrarlo
(¡amarlo!) el punto de partida fundamental, y sine qua non (sin el cual
no) es la Biblia. Leída arduamente, dejando a Dios ser Dios, dejando que nos muestre
su rostro.
La Iglesia no podría mirar la
realidad presente desde Dios, ni ver a Dios en nuestra realidad sin olfatear antes
su rostro, sin entrar en profunda “simpatía” con Dios. Sin ello, lo que hace
será “ideología” (como les gusta decir). Por más agradable o no que sea un
discurso eclesiástico, por más aparentemente ortodoxo que aparezca,
sencillamente no será teo-lógico (de theos = Dios, y logos =
palabra). Y, acá mi dolor, mi angustia, mi sorpresa, en la Iglesia de hoy (Papa
incluido) no pareciera que se crea que la Biblia es Dios que nos habla y se nos
revela. Hemos dicho que la restauración y el invierno eclesial freezaron
el Concilio Vaticano II; lo “cajonearon”. Y debo celebrar que el papa Francisco
lo haya revitalizado, nos lo haya devuelto, pero debo decir que creo que la
Constitución Dei Verbum sigue en ese freezer. Y los que creemos
que la Biblia es palabra de Dios, los que creemos que Dios allí se revela hasta
mostrarse en su Hijo Jesús, solemos sentirnos una suerte de extraterrestres,
alienígenas o como quiera decirse. Pero – al menos eso – nadie nos podrá “condenar”
por decirlo: la Biblia es palabra de Dios, es Dios que habla y se revela. ¡Nada
menos!
Estimado Eduardo,
ResponderBorrarGracias por compartirlo. Coincido que es un tema muy pendiente y no solo para la teología sino para la vida y cultura (=cultivar la vida) de todo el Pueblo de Dios, leida en comunidad y en soledad.
Tambien el enfoque de la Dei Verbum: la Biblia nos cuenta la historia de salvacion para nuestra propia conversion y transformación: no para saber mas y mejor - que igualmente es importante por ortodoxia - sino por ortopraxia (o como le gusto decir a Benedicto XVI en Deus Caritas Est: el plano performativo).
Sobre este tema y la sinodalidad de la que se habla: Es verdad que el documento , como la mayoria, tiene una deuda pendiente de hablar a la luz de la Palabra, pero creo que es un lindo desafio para alguien como vos, y podrias ayudar a varios de nosotros en ese camino de ver la sinodalidad en la Palabra de Dios. Si hay algo positivo del documento que me gustaría rescatar, es la sanidad en los vínculos , ademas de saber caminar juntos. Creo que es un tema muy importante que debe hablarse en nuestras comunidades de todo tipo (parroquial, de base, misionera, religiosa, monastica). De alguna forma toca el centro de la Biblia (se podria decir mucho sobre esto en la Biblia) , y hace falta mas que nunca, ya que es la fuente de los problemas mas terribles en toda comunidad humana.
Saludos!
Ramon