sábado, 15 de marzo de 2025

¿Cuál es mi pelea hoy, dentro de la Iglesia?

¿Cuál es mi pelea hoy, dentro de la Iglesia? 

Eduardo de la Serna


 

Mi sensación, hoy, de la Iglesia actual (¡sí!, ¡la Iglesia de Francisco!) es que ella necesita una urgente desambiguación de la realidad. Pero esa tal desambiguación no pasa por una clara posición ante la realidad, ¡que también! Es decir, ante un mundo de pecado, ciertamente, debemos ponernos “en la vereda de enfrente”, pero – para empezar, al menos – no para manifestarnos oposición, ¡que también!, sino, precisamente, por la realidad de pecado, es decir, ¡como Iglesia! Algo es pecado, no porque figure en una lista tipo vademécum, sino porque “da muerte al hijo de Dios y da muerte a los hijos de Dios” (mons. Romero). Esto implica, sin ambigüedad alguna, reconocer dónde está Dios y dónde está ausente. Y acá el primer problema: ¿cómo saberlo?

 

Y, evidentemente, nunca podríamos saberlo sin conocer a Dios, ¡al incognoscible! ¡Menuda tarea!

 

En la Biblia (Antigua y Nueva Alianza) con mucha frecuencia se nos informa que hay quienes hablan en nombre de Dios sin que él los mandara hablar. Y no es sensato, al menos no necesariamente, suponer malicia o maldad de parte de aquellos. Veamos un ejemplo de los más conocidos: el terrible y potente ejército babilonio avanza contra Jerusalén, y dos profetas van a hablar “de parte de Dios”. Hananías, “profeta natural de Gabaón” (Hananías significa Yah[vé] actuó con gracia [han]) por un lado y Jeremías (Jeremías significa Yah[ve] funda, sostiene), de los “sacerdotes de Anatot”. Sostenido por la confianza en Dios, que ama a su pueblo y su tierra y templo, que no permitirá que extranjeros profanen las cosas de Dios, Hananías afirma que Dios no permitirá la destrucción de la ciudad que parece inminente. Jeremías, en cambio, afirma que Dios se ha desentendido de su pueblo infiel y, abandonada de Dios, Jerusalén será destruida. Ambos se guían por una honda religiosidad y amor a “las cosas de Dios”, pero, finalmente, Jerusalén fue destruida (Jeremías 28).

 

Y algo muy difícil de reconocer, ayer y hoy, es quién habla en verdad palabras de Dios; cómo reconocerlo. Se dirá, razonablemente, cuando lo anunciado se confirme o no con la realidad, pero en algunas ocasiones, al saberlo ¡ya es tarde! Es bueno conocer lo que Dios quiere antes que sucedan las catástrofes. Creer que Dios habla en lo que nos agrada suele ser frecuente, pero de ninguna seriedad.

Insisto. La clave está en saber cómo es Dios, para que, sabiéndolo, sepamos dónde encontrarlo y dónde no. Y acá llegamos a la Biblia, a la “palabra de Dios”.

 

Durante mucho tiempo, en la Iglesia, la Biblia fue utilizada para “reafirmar lo que se dice” (dicta probantia), es decir, la Biblia resultaba una suerte de sierva del magisterio (ancilla magisterium). En otros ambientes, la Biblia escondía un misterio más profundo que los iniciados podrían descubrir y elevarse hacia el mundo del espíritu (neoplatonismo). La imagen del ángel de Dios “dictando” al hagiógrafo el texto que este pondría por escrito fue habitual; además, se justificaba así la rigidez en la lectura de los textos y la seguridad de que todo lo que allí se encontraba era verdad irrefutable.

 

Pero, quizás saboreando las riquezas que supieron encontrar en los textos bíblicos hermanos no católicos, e intuyendo que los caminos transitados por Marie Joseph Lagrange op (1855-1938) abrían puertas insospechadas, y a su vez guiados por el Espíritu de Dios, el papa Pio XII publicó el 30 de septiembre de 1943 la encíclica Divino Afflante Spiritu. Allí dio un salto fundamental luego confirmado y desplegado en el Concilio Vaticano II en su Constitución Dei Verbum sobre la Divina Revelación (1965) afirmando que, en la Biblia, los seres humanos son “verdaderos autores” (y no un copista de un supuesto dictado angélico). Tratar de poner toda la atención, entonces, en lo que los autores y autoras humanos quisieron decir en un texto fue y sigue siendo el gran desafío; pero no para repetir “a la letra” caminos o palabras de hace milenios, sino para ir descubriendo allí el rostro de Dios. La Biblia es palabra de Dios porque nos permite ir conociendo un Dios que se revela; y por eso la revelación llega a su plenitud en Jesucristo, porque “la palabra se hizo carne y puso su tienda entre nosotros”. “Una sola palabra tenía Dios para decir y la dijo en su hijo Jesús”, dirá Juan de la Cruz.

 

Pero ese Dios se muestra en la historia; es un Dios que “está”, y en los diferentes momentos de su pueblo, sus gozos y esperanzas, las tristezas y las angustias se hace presente (o ausente). El Dios de la Biblia no es una “idea”, o una luz resplandeciente, sino un compañero de camino.

 

Los profetas, por ejemplo, para hablar de parte de Dios a su historia, aprenden a sentir lo que Dios siente frente a estos o aquellos momentos. Dios siente enojo al ver que se compra a un pobre por un par de sandalias; Dios se alegra cuando un rey hace reformas que permiten que sea mejor conocido y se hagan cosas coherentes con el proyecto de Dios para los suyos. A esto lo han llamado simpatía (del griego sym = con y pathos = sentir; el profeta o la profetisa siente lo que siente Dios ante esta o aquella realidad).

 

Pero este salto de Pio XII y el Concilio abrió y abre caminos inesperados, a veces arduos, en ocasiones sorprendentes, desafiantes, y cuando no, rupturistas. No son pocas las veces que ahora se conoce que un texto dice o revela cosas muy diferentes a lo que “siempre se hizo así”. Y, acá la crisis: resulta más “seguro”, más “cómodo”, más “tranquilizador” volver a lo que se hacía antes. Es así que, si el Concilio destacaba la prioridad de la Biblia y, en continuidad – por la conducción del Espíritu Santo – de la Tradición para recién después, en un tercer lugar, hacer referencia del Magisterio, en el intento eficaz de freezar el Concilio, Juan Pablo II primero, y Benito XVI después volvieron a poner a la Iglesia por encima de la Escritura, lo importante es lo que afirma “el Magisterio”.

 

El modo del uso de la Biblia en los textos de Pablo VI quedó en el pasado y en los documentos papales de Juan Pablo las citas bíblicas eran “adornos” para que embellezcan lo que ya estaba decidido a decir de antemano. Benito XVI, más teólogo, tuvo algo – no demasiado – en cuenta los textos bíblicos, y Francisco vuelve a hacer de la Biblia un objeto decorador de su Magisterio. El documento conclusivo del Sínodo de la Sinodalidad es un buen ejemplo de esto, la Biblia solamente es decorativa y no nutre ni textos ni propuestas. La cantidad de Congresos, Encuentros, Jornadas supuestamente teológicos donde no hay biblistas convocados es buena manifestación de esto.

 

Y acá volvemos a la desambiguación. Desambiguar a Dios creo que es tarea fundamental, porque si la Iglesia, los papas, obispos, curas, catequistas, diáconos, religiosos o religiosas, teólogos o laicos, creen que “conocen a Dios” entramos en el preocupante terreno de la idolatría. Sabemos, por ejemplo, que de Dios es más lo que sabemos que no es que lo que sí es (teología apofática; de apófasis, negación) aunque sea imprescindible estar alertas a toda recaída en el neoplatonismo. Y, evidentemente, para ver a Dios, saborearlo, encontrarlo (¡amarlo!) el punto de partida fundamental, y sine qua non (sin el cual no) es la Biblia. Leída arduamente, dejando a Dios ser Dios, dejando que nos muestre su rostro.

 

La Iglesia no podría mirar la realidad presente desde Dios, ni ver a Dios en nuestra realidad sin olfatear antes su rostro, sin entrar en profunda “simpatía” con Dios. Sin ello, lo que hace será “ideología” (como les gusta decir). Por más agradable o no que sea un discurso eclesiástico, por más aparentemente ortodoxo que aparezca, sencillamente no será teo-lógico (de theos = Dios, y logos = palabra). Y, acá mi dolor, mi angustia, mi sorpresa, en la Iglesia de hoy (Papa incluido) no pareciera que se crea que la Biblia es Dios que nos habla y se nos revela. Hemos dicho que la restauración y el invierno eclesial freezaron el Concilio Vaticano II; lo “cajonearon”. Y debo celebrar que el papa Francisco lo haya revitalizado, nos lo haya devuelto, pero debo decir que creo que la Constitución Dei Verbum sigue en ese freezer. Y los que creemos que la Biblia es palabra de Dios, los que creemos que Dios allí se revela hasta mostrarse en su Hijo Jesús, solemos sentirnos una suerte de extraterrestres, alienígenas o como quiera decirse. Pero – al menos eso – nadie nos podrá “condenar” por decirlo: la Biblia es palabra de Dios, es Dios que habla y se revela. ¡Nada menos!

 

Imagen tomada de https://www.supertodobelen.com.ar/product/freezer-bambi-dual-fh-4100-blanco

1 comentario:

  1. Estimado Eduardo,
    Gracias por compartirlo. Coincido que es un tema muy pendiente y no solo para la teología sino para la vida y cultura (=cultivar la vida) de todo el Pueblo de Dios, leida en comunidad y en soledad.
    Tambien el enfoque de la Dei Verbum: la Biblia nos cuenta la historia de salvacion para nuestra propia conversion y transformación: no para saber mas y mejor - que igualmente es importante por ortodoxia - sino por ortopraxia (o como le gusto decir a Benedicto XVI en Deus Caritas Est: el plano performativo).
    Sobre este tema y la sinodalidad de la que se habla: Es verdad que el documento , como la mayoria, tiene una deuda pendiente de hablar a la luz de la Palabra, pero creo que es un lindo desafio para alguien como vos, y podrias ayudar a varios de nosotros en ese camino de ver la sinodalidad en la Palabra de Dios. Si hay algo positivo del documento que me gustaría rescatar, es la sanidad en los vínculos , ademas de saber caminar juntos. Creo que es un tema muy importante que debe hablarse en nuestras comunidades de todo tipo (parroquial, de base, misionera, religiosa, monastica). De alguna forma toca el centro de la Biblia (se podria decir mucho sobre esto en la Biblia) , y hace falta mas que nunca, ya que es la fuente de los problemas mas terribles en toda comunidad humana.
    Saludos!
    Ramon

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