domingo, 27 de julio de 2025

¡Hay tanta muerte!

¡Hay tanta muerte!

Eduardo de la Serna



No hace falta señalar que las distintas culturas tienen un modo diferente de relacionarse con la vida, y también con la muerte. En algunos ambientes, esta es vivida de un modo que podemos llamar “natural”, porque es “natural” morir. Aunque no es menos cierto– y las diferentes culturas lo expresan de maneras diversas – que no se vive del mismo modo la muerte vivida como un sencillo ir apagándose, que la muerte súbita, por violencia, enfermedad o accidente…

En el mundo bíblico (no hay uniformidad, como es habitual) en ocasiones la muerte es vista como “dormir” (inclusive, a veces, se utiliza el mismo verbo) y, cuando empieza a surgir la idea de la resurrección, también se utilizan los verbos griegos “despertar” o “levantarse” … Ciertamente, eso supone una relación con la muerte, una que es muy diferente a la nuestra.

Hace poco murió una señora del barrio que ya desde hacía bastante se la veía “en bajada”, y – por lo tanto – su muerte fue casi un “paso”, y, hasta quizás – si se me permite la aparente insensibilidad, ¡que no lo es! –, casi como un alivio. Y hace poco, también, murió el papá de un amigo: “lo vivimos tranquilos”, me dijo; “fue lo mejor”, acotó …

Pero también hace poco en sendos accidentes automovilísticos (¿alguna vez terminará esta pandemia en nuestro país?) dos amigas perdieron a sus hijas. Algo inesperado, súbito… ¡Demoledor! Silencio, ¡sólo silencio! ¿Qué decir?

Ante el drama, el dolor, lo absurdo, la injusticia, me parece que pretender decir algo es casi una falta de respeto. Es verdad que a veces algunos dicen palabras “de ocasión”, palabras que, en realidad “no dicen nada”. Qué parecen cosas dichas más para aliviar al que las pronuncia que al que las recibe. De las y los amigos solo esperamos “sentir” su presencia, su compañía, su co-dolor. El llanto, el lamento. El silencio.

¿Y Dios? En lo personal – a diferencia de lo que suele decirse en ocasiones – creo que ese es en ese momento cuando más Dios es Dios. Si creemos en un Dios al que solemos llamar “todopoderoso”, ¿qué hace? ¿por qué no hace? Ese Padre, que ama infinita y perfectamente a su Hijo, cuando este es matado violentamente, injustamente, cruelmente, Él sencillamente ¡calla! Y ¡claro que eso se ve como abandono! “¿Por qué me has abandonado?” Ese estar junto a su Hijo crucificado, destrozado por la capacidad de los humanos de destrozar todo lo que Dios es y da, ese Dios está. Y ama. Ama porque no sabe sino amar. Y ese amor es siembra, como el grano de trigo que muere.

¿Y no hace nada? Sencillamente creo que no puede. Dios no puede frenar un camión que viene de frente con un conductor alcoholizado, no puede tapar un pozo en las rutas abandonadas por el Estado nacional… Dios sí puede decir “si va a beber, ¡no conduzca!”, “respete las señales de tránsito” y, ¡una vez más!, los humanos solemos hacer lo contrario. Y, por cierto, después responsabilizar a Dios por no haber hecho lo que nosotros debiéramos hacer y donde nunca se supondría que Él debiera actuar.

Una vez un camionero me contaba que estaba en ruta de montaña. Había bajado para estirar las piernas y, ¡de golpe!, ve que se suelta el freno y el camión empezó a andar con riesgo de desbarrancarse. “- Entonces, me puse a rezar: ¡Señor!, ¡mi camión!” y una piedra lo detuvo. Entonces, me dijo “- ¡fue un milagro! ¿quién puso la piedra sino el Señor?” No pude con mi ironía y le pregunté: “- ¿y quién soltó el freno?” Es bastante caricaturesco, cuando no infantil, pretender un Dios que se haga presente deteniendo peligros o alentando bonanzas. Infantil y ¡peligroso! Por mostrar un Dios injusto que favorece a unos y se desentiende de otros.

El Dios en el que creo es el que, frente a la muerte de su Hijo, no queda del lado romano de la historia, sino del crucificado y de las y los crucificados; el Dios que llora y calla, que mira y abraza. El Dios que vuelve fecunda la cruz que ya no es solamente un crudelísimo instrumento de tortura sino un signo del amor extremo y mutuo entre un Hijo y su Padre; un camino abierto a la humanidad desorientada.

No pretendo, entonces, dar una respuesta (que no tengo) frente a la muerte inesperada e injusta; pero tampoco pretendo “defender a Dios”… Pretendo estar cerca – o que lo sientan – de quienes en su dolor se sienten desbarrancar porque alguien o algo quitó el freno; y quisiera que esa cercanía, – mía y de tantas y tantos – que nace del amor, a quienes lloran con angustia, tristeza o hasta desesperación, les permita sentir un latido al unísono, sentir el mismo llanto y dolor que a su vez les muestre un Dios cercano, callado y abrazador, madre y padre… un Dios que, sencillamente, también murió un poquito.

 

Imagen de la Pedad, de Miguel Angel Buonarotti tomada de https://es.wikipedia.org/wiki/Piedad_del_Vaticano

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