Recibiendo a Romero
Eduardo de la Serna
Teológicamente hablando se llama “recepción” a la
apropiación que hace el pueblo de Dios de algo (textos, personas, documentos…).
La idea nace de la certeza de la presencia del Espíritu Santo en medio suyo. Es
decir: cuando el Pueblo de Dios se apropia de algo/alguien lo hace porque sabe
que allí Dios está soplando. Y en esa recepción el mismo Espíritu Santo lo
lleva a ese reconocimiento. Es decir, el mismo Espíritu que se hace presente en
lo apropiado actúa en el pueblo apropiador. Hay, así, una comunión entre este
pueblo que “recibe” tal persona o texto y la persona o texto recibido.
Muy lejos está ésta concepción de la imagen
verticalista o legalista que cree que algo es o no propio del pueblo porque la
autoridad así lo ha decretado. Así, por ejemplo, encontramos muchos textos
emitidos por la jerarquía, o muchos santos canonizados que no han sido “recibidos”
por el Pueblo de Dios. Y bien haría la jerarquía en escuchar esa voz del
Espíritu Santo antes de proponer – y hasta imponer – santos o documentos como
normativos, o como guías.
Es cierto que esa actitud humilde no es muy
frecuente; muchas veces la propia ideología, los miedos, las estructuras
parecen más importantes que esa escucha, o discernimiento. Y podrían mostrarse
cientos de casos en los que se propone (o casi impone) determinado santo o
santa, poniéndolo, por ejemplo, como patrono de… o modelo de…
Pero también es habitual lo contrario, es decir, que
muchos personajes o ideas no son valoradas o reconocidos a pesar que el pueblo
de Dios ha sabido “recibirlos” y tomarlos como propios. O, en el mejor de los
casos, que se demore intolerantemente en reconocerlo.
En otro lugar hemos destacado, además, la
manipulación, deformación o domesticación de personas o textos. Hemos
destacado, por ejemplo, que nos parece muy probable que la manipulación (y
adulterio) sufrido por el documento de Aparecida ha sido decisiva en su falta
de apropiación por parte del Pueblo de Dios.
Otro ejemplo interesante puede notarse en la
liturgia. El pueblo de Dios se ha apropiado de algunos pocos elementos haciendo
su propia síntesis creativa en las manifestaciones de su religiosidad popular.
Y valga esto también para aquellos a quienes el
pueblo ha canonizado. Sin duda alguna el caso de Romero, santo de América toda,
es emblemático. En vida fue cuestionado, rechazado, boicoteado por sus hermanos
obispos; el papa lo maltrató; los medios lo estigmatizaron, la clase alta
festejó su asesinato… Pero el pueblo lo canonizó de inmediato. “Santo y mártir
nuestro”. Con la ideología que suele caracterizar a las jerarquías
eclesiásticas, amigables con el poder (algo que expresamente le dice el Papa a
Romero que debiera hacer), Romero debía quedar en cajones vaticanos. Pero la
canonización popular seguía su curso. Y hubo cambios en la curia y cambios en
el gobierno de El Salvador, y entonces parece el momento adecuado para la
beatificación. Pero, como la jerarquía suele tener la tentación (y caer en ella)
de apropiarse de las palabras y los símbolos, de ser – o creerse – la garante
de la ortodoxia (en este caso de decir “Romero era así, y Romero no era asá”)
puso en marcha el proceso de beatificación. Pero para no tener la angustiante
inseguridad de que el Espíritu sople sin pedirle permiso, empezó a “vender” un
Romero a medida, a su propia imagen y semejanza. Ahora se podía: ya no está ni
Lacalle Sáenz, ni López Trujillo ni Juan Pablo II, ni Arena en el gobierno,
pero no sea cosa de exagerar. Entonces insistir en el Romero de sotana episcopal,
de su lema “sentir con la Iglesia”, de que fue asesinado al celebrar la
eucaristía, que no era teólogo de la liberación (ni de la “no liberación”, simplemente
porque no era teólogo, era pastor y profeta), que su opción por los pobres era “evangélica
y no ideológica” (sic, sic y recontra sic… Amato dixit), olvidando, entre
otros, textos como Mateo 25 (“tuve hambre
y me dieron de comer…”) o ignorando que ser cristiano no es seguir una idea
o una doctrina sino una persona: Jesús (Benito XVI, lo dijo). El amor a los
pobres es simplemente eso, “amor a los pobres”… nada menos. Y los pobres son un
sacramento, según decían los santos padres de la Iglesia, son “vicarios de
Cristo”.
Pero esa domesticación, esa “normativa” no es lo que
el pueblo de Dios ha recibido. No es ese el monseñor Romero que vimos en estos
días caminando por las calles y los cantones campesinos, no es ese el Romero
que sigue vivo en medio de su pueblo, resucitado. Casi, casi, pareciera que el
Vaticano ha beatificado a otro. El pueblo de Dios, en cambio, ha “recibido” de
Dios el don de la vida de un pastor que supo ser “voz de los que no tienen voz”,
como se decía. O, quizás más propiamente, que supo hacer suya la voz del pueblo
y gritarla para que fuera escuchada multiplicándola, ampliándola y “recibiéndola”.
Romero “recibió” del pueblo pobre una voz que Dios
le dirigió, y supo reconocerla y cambiar. Y al escuchar esa voz supo repetirla,
supo que era fácil ser pastor de ese pueblo. Esa era la voz que los poderosos
(y sus amigos episcopales) no podían soportar. Y decidieron callarla. El tema,
que persisten en no reconocer desde hace ya 2.000 años, es que “podrán callar al profeta, pero su voz de
justicia no. Y le impondrán el silencio, pero la historia no callará” (canción
El Profeta, dedicada a Romero). El pueblo supo reconocer a su profeta, al
enviado del Espíritu Santo. Ojalá también aprenda a hacerlo la Iglesia para no
beatificar imágenes de yeso, ídolos de cartón. Y aprenda a “recibir” lo que
hace ya tiempo el pueblo ha recibido; sino, seguiremos siendo testigos de una
distancia inmensa, e incomprensible de quienes afirman ser pastores. No estaría
mal que aprendan (aprendamos) de aquellos pastores que el pueblo de Dios ha “recibido”
como propios.
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