La novedad de Jesús resulta dura aun
para los discípulos
DOMINGO VIGESIMOPRIMERO - "B"
DOMINGO VIGESIMOPRIMERO - "B"
23 de agosto
Eduardo
de la Serna
Resumen: en el contexto de una alianza de las tribus de Jacob Josué invita al pueblo a hacer una opción en favor de Yahvé o servir otros dioses.
El
libro de Josué llega a su fin. Todo él está estructurado en torno a la llegada
y entrada a la tierra de la Promesa. Las tribus se han localizado y antes de
empezar el nuevo capítulo (el libro de los Jueces) se establece una alianza.
No
es el caso en este lugar detenernos en el acontecimiento – o probable
acontecimiento – histórico. Lo cierto es que las diversas tribus (sean estas
cuales fueren y cuantas fueren) se comprometen entre sí, se reconocen
mutuamente como hermanas. De parte de Dios, Josué pronuncia un discurso
mostrando la intervención de Dios en la historia pasada (omitido en el texto
litúrgico, vv.2b-14). En realidad Josué comienza hablando de parte de Dios
(texto omitido) y finaliza hablando él al pueblo como consecuencia de esto:
“elijan ustedes”… “yo y mi casa”. Sin duda es el texto clave de la unidad. Una
alianza no sólo establece una relación entre las partes sino que se remite a
una divinidad (o a la divinidad de cada parte) a modo de garante. En otra breve
omisión del texto (nuevamente falta la referencia al accionar de Dios en la
historia con los otros pueblos dejando sólo la alusión a Egipto que sintetiza
brevemente todo la anterior en el accionar de Dios) las restantes tribus
también reconocen a Yahvé como su Dios.
Como
es fundamental en la teología deuteronomista, la opción está entre Yahvé y los
otros dioses, los dioses de los demás pueblos (del otro lado del Río
[Éufrates], amorreos) y liberados de otros pueblos (Egipto y de los pueblos del
camino del éxodo).
Así,
la alianza de Siquem se establece y
presenta como “servicio” a los dioses
o a Yahvé. Los participantes deben hacer una opción y tomar parte de la misma.
O elegir a los dioses de los pueblos, o al Dios que acompaña a su pueblo en la
historia de liberación (“nos hizo subir”,
“obró grandes señales”, “nos guardó por el camino”, “expulsó a esos pueblos”…). “Servir a Yahvé” es la respuesta, primero
de Josué (y su casa) y luego “el pueblo”
(‘am). Pero este servir implica “no
abandonar” (v.16) a ese Dios que ha acompañado. El “abandono” de Dios supone una ruptura de la alianza (Dt 28,20;
29,24; 31,16) y esto supone consecuencias: “Si
abandonan al Señor y sirven a dioses extranjeros, se volverá contra ustedes, y
después de haberlos tratado bien, los maltratará y aniquilará”. (Jos 24,20).
Este es el corazón de la teología deuteronomista: lo que ha ocurrido con Israel
(fundamentalmente el exilio) se debe a que han “abandonado” a Yahvé (Jue 2,12;
10,6.10.13; 1 Sam 8,8; 12,10; 1 Re 8,57; 9,9; 11,33; 18,18; 19,10.14; 2 Re
17,16; 21,22; 22,17).
Servir a Yahvé o abandonarlo es la disyuntiva ante la que
el pueblo se encuentra en Siquem. Josué da un paso e invita a los demás a
seguirlo.
Resumen: en un esquema mental y legal propio de su tiempo se presenta un “código” con los roles del varón y la mujer en la “casa”. Sin embargo, a diferencia de los códigos habituales, también el varón tiene una responsabilidad teológica con la mujer.
Los
así llamados “códigos domésticos” no son propios ni exclusivos del llamado
“Nuevo Testamento” (o “nueva alianza”, o “biblia cristiana”, o “segundo
testamento”), y deben ser entendidos en su tiempo y contexto. Lamentablemente
han sido utilizados con mucha frecuencia para referir al lugar secundario que,
supuestamente, debería cumplir la mujer con respecto al varón en las
comunidades y la vida social-eclesial. Con justicia (y salud) son textos que
molestan al universo femenino. Veamos brevemente:
Es
evidente que Pablo da a la mujer un lugar plenamente igualitario en sus
comunidades. Sus discípulos (Colosenses y Efesios pertenecen a discípulos del
Apóstol con toda probabilidad) relegan a la mujer (cosa que agravarán más aún
las cartas llamadas “Pastorales”). Algo semejante se descubre en la llamada
carta Primera de Pedro. No es este el lugar para justificar el justo lugar que
la mujer merece, ni tampoco las diferentes etapas del ambiente neotestamentario
y su relación con la mujer. Es importantísimo, pero aquí debemos comentar el
texto litúrgico. Sin embargo puntualizaremos muy brevemente el tema porque la
victimización de la mujer, su invisibilización o su lugar secundario en las
comunidades eclesiales lo amerita: Pablo pertenece a la así llamada “primera
generación cristiana”, en ella la mujer ocupa un lugar – como el que ocupó en
el ministerio de Jesús – de igualdad. Pero el paso a la segunda generación
cristiana supuso una “organización”, estructuración de la comunidad eclesial. Y
esta estructuración se dio siguiendo el modelo social de “la casa”. Esta es el
ámbito en el cual un varón desarrolla su vida (como una pequeña ciudad en
miniatura) para lo cual ha de saber desenvolverse en las relaciones. Esto
implica “someter” a los que pertenecen a su “casa”. Si uno sabe “administrar”
bien su casa (oiko-nomía, normas de la casa) será un buen ciudadano,
participará en las “asambleas” (ekklesia) y puede aspirar a administrar la
ciudad. Esto implica, obviamente: “someter” a su/s mujer/es, hijo/s y
esclavo/s. De esto se tratan los “códigos domésticos”, del saber administrar.
De "mostrar" a los demás que esta “casa” mantiene un buen “orden”.
Estos códigos eran comunes en el ambiente:
“Ahora que conocemos de una manera positiva las partes diversas de que se compone el Estado, debemos ocuparnos ante todo del régimen económico de las familias, puesto que el Estado se compone siempre de familias. Los elementos de la economía doméstica son precisamente los de la familia misma, que, para ser completa, debe comprender esclavos y hombres libres. Pero como para darse razón de las cosas es preciso ante todo someter a examen las partes más sencillas de las mismas, siendo las partes primitivas y simples de la familia el señor y el esclavo, el esposo y la mujer, el padre y los hijos, deberán estudiarse separadamente estos tres órdenes de individuos para ver lo que es cada uno de ellos y lo que debe ser”. (Aristóteles, Política I, 1253b).
“…si lo acosas [al necio] con preguntas acerca de sus instituciones ancestrales, está en condiciones de hablar con presteza y facilidad; y se halla capacitado para instruir acerca de las leyes el esposo a la esposa, el padre al hijo y el amo a los siervos”. (Filón de Alejandría, Apología de los judíos 7.14)
“…si se nos pregunta qué es lo con su presencia hace al Estado bueno al máximo consiste, tanto en el niño como en la mujer, en el esclavo como en el libre y en el artesano, en el gobernante como en el gobernado, en que cada uno haga sólo lo suyo, sin mezclarse en los asuntos de los demás”. (Platón, La República IV, 433)
El “desorden” de la
“casa” atenta contra la polis, la ciudad.
La comunidad
cristiana de la segunda (y tercera) generación es vista como una “casa” y debe
mantener este tipo de orden. Una lectura descontextualizada de estos textos (Ef
5,21-6,9; Col 3,18-4,1; 1 Pe 3,1-7) ha sido en buena parte responsable del
lugar injusto de la mujer (¡y los esclavos!) en la historia de la Iglesia.
El texto litúrgico
del día se limita solamente a la primera parte, la relación entre esposos. Como
otras unidades de Efesios, también este código parece influenciado por
Colosenses, pero en este caso sumamente “teologizado”.
Colosenses 3
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Efesios 5
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21 Sean sumisos los unos a los otros en el temor de
Cristo.
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18 Mujeres, sean sumisas a sus maridos, como conviene en
el Señor.
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22 Las mujeres a sus maridos, como al Señor, 23 porque el marido es cabeza de
la mujer, como Cristo es Cabeza de la Iglesia, el salvador del Cuerpo. 24
Así como la Iglesia está sumisa a Cristo, así también las mujeres deben
estarlo a sus maridos en todo.
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19 Maridos, amen a sus mujeres, y no sean ásperos con
ellas.
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25 Maridos, amen a sus mujeres como Cristo amó a la
Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, 26 para santificarla,
purificándola mediante el baño del agua, en virtud de la palabra, 27
y presentársela resplandeciente a sí mismo; sin que tenga mancha ni arruga ni
cosa parecida, sino que sea santa e inmaculada. 28 Así deben amar
los maridos a sus mujeres como a sus propios cuerpos. El que ama a su mujer
se ama a sí mismo. 29 Porque nadie aborreció jamás su propia
carne; antes bien, la alimenta y la cuida con cariño, lo mismo que Cristo a
la Iglesia, 30 pues somos miembros de su Cuerpo. 31 Por
eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y los dos
se harán una sola carne. 32 Gran misterio es éste, lo digo
respecto a Cristo y la Iglesia.
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33 En todo caso, en cuanto a ustedes, que cada uno ame a
su mujer como a sí mismo; y la mujer, que respete al marido.
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La ampliación es
evidente. El amor entre Cristo y la Iglesia es la “razón teológica” de esta
sumisión y amor. La parte “superior” no puede hacer lo que desee con la
“inferior”, el ejemplo de Cristo le sirve de criterio normativo: un amor
dispuesto a dar la vida. Si bien el texto mantiene una cierta desemejanza con
Pablo, hay una diferencia marcada por la “superioridad” del varón sobre la
mujer. Sin embargo hay una serie de elementos que también limitan esta actitud
y accionar de superioridad:
- El texto no se dirige solamente a la parte “fuerte” (varón esposo, padre, amo) sino que también se dirige – y da entidad, reconocimiento – a la parte débil (esposa, hijos, esclavos). No se trata de un ejercicio de autoridad (“sometan a…”) sino de reconocimiento de una norma (no necesariamente con agrado).
- También la parte “fuerte” tiene una responsabilidad y compromiso hacia los débiles.
- En el Imperio romano la llegada al poder de la dinastía de los “Flavios” (Vespasiano, Tito, Domiciano del 69 al 96) limita el lugar de la mujer que habían dado los “Julio-Claudios” (Augusto, Tibertio, Caligula, Claudio, Nerón, del 27 a.C. al 68 d.C.). Esto también coincide con el paso de la primera generación cristiana (30-66/70) a la segunda (70-110 aprox.).
Un elemento final: si
bien es cierto que el cristianismo de la segunda generación relegó a la mujer
en su lugar eclesial, esto no fue tan drástico como ocurrió más adelante en
siglos posteriores. Las comunidades eclesiales eran “iglesias domésticas”, eran
una “casa” y – aunque la casa relegara el lugar de la mujer, este era “el
espacio de la mujer”, a diferencia del varón que era “de la polis”. Así todavía
se ven mujeres ocupando roles importantes en las comunidades paulinas de esta y
la siguiente generación (notar, por ejemplo, que a pesar de lo dicho en 1 Tim
2,11 en la carta se alude a “diakonas” (3,11), “presbíteras” (5,2; cf. Tit 2,3)
y se reconoce un importante rol a las “viudas” (5,3-16). La influencia del
esquema mental greco-romano seguirá influyendo más adelante y será decisivo en
que ella sea “secundaria” en la Iglesia posterior (y contemporánea).
Resumen: Muchos discípulos dejan de seguir a Jesús ya que no son capaces de aceptar su novedad y quisieran otro modo de revelación. Pedro, en nombre de los Doce, en cambio, reconoce en las “palabras” de Jesús, la “vida” que él había anunciado.
El
largo discurso del “Pan de vida” llega a su fin. Como hemos visto, la
intervención de los asistentes había marcado los diferentes momentos (“la
gente”, v.25; “los judíos”, vv. 41. 52) y ahora intervienen “los discípulos”
(v.60). Como ocurre con todos en el discurso, estos no entienden a Jesús: “es duro este lenguaje”. El breve
discurso conclusivo dirigido a ellos se dirige especialmente en v.67 a “los Doce” (que no ocupan un lugar
importante en el Cuarto Evangelio, cf. Mt x10; Mc x11; Lc x8 [Hch x2; Pablo
sólo x1], Jn x4, x3 en esta unidad) ocupando en ésta un lugar importante Pedro.
La respuesta de Jesús a lo dicho por Pedro (vv.70-71) se ha omitido en el texto
litúrgico.
Los discípulos: el texto señala que “murmuran”, lo que – como se ha visto –
es la actitud característica de rechazo al enviado o ministro de Dios (como
Moisés y Aarón). La murmuración es por lo “duro”
que es esta palabra que han “escuchado”;
por el contexto, se refiere a la comida de la carne y bebida de la sangre del
hijo del hombre; aunque si se refiere – como es posible – a todo el discurso,
parece aludir a un contraste entre una revelación tradicional, de aquellos que “suben”
hacia Dios para escuchar su palabra a diferencia de Jesús que no precisa subir
para transmitirla puesto que “ha bajado”. En este caso, sería un contraste con
el esquema religioso preestablecido lo que representa la “dureza” inadmisible.
Es inaceptable, duro y ofensivo (sklêros) no se puede “escuchar”. Ellos no sólo han sido
testigos de la autorevelación de Jesús, sino también de que se les ha
manifestado en la barca (“yo soy”,
v.20). Jesús es más que la misma ley, él “ha bajado del cielo”
(vv.33.38.41.42.50.51.58), ¿qué pasaría si
lo vieran subir?: ¿acaso creerían?, ¿podrían “escucharlo”? ¿Alude a Moisés que “subió” para recibir la Torá? La oración queda inconclusa… Para
manifestar “las cosas de Dios” Jesús no precisa subir al cielo (como sí lo precisan
Moisés, Abraham, Henoc…). Las palabras de estos “reveladores” son “carnales”, “materiales”. Las de Jesús –
en cambio – son “espíritu” y vida (zôê, que en Juan refiere a la vida divina). Pero la palabra puede ser
– y lo será – rechazada (1,11-13; 3,11-21.31-36). Hasta uno será traidor (v.64). Sin embargo este “ir”
hacia Jesús, la aceptación de su palabra, vida y espíritu es iniciativa divina,
del Padre (v.65).
Se
pone entonces en juego un doble modo de ser discípulo. Muchos discípulos consideran inaceptable la palabra (logos) y la rechazan y
abandonan a Jesús (v.66). El verdadero discipulado se recibe del Padre y el discípulo cree (vv.64-65). El
discipulado no viene dado por “estar”,
por “escuchar” sino por la respuesta
dada llena de espíritu y vida divina. Muchos
(polloi) consideran inaceptable que
Jesús no se conforme al modelo como Moisés, o sus propios modelos
preestablecidos. Eso es ofensivo o duro y por eso ya “no andaban con él” (v.66).
Los Doce: Jesús, entonces se dirige a un
pequeño grupo dentro de los discípulos, los “Doce”. ¿“También ustedes”
quieren regresar a los modelos preestablecidos de lo conocido? Como suele
ocurrir en otros textos de los Sinópticos, Pedro
habla “en nombre de” los demás (cf. Mt 15,15: 17,4; 18,21; 19,27; Mc 9,5;
10,28; Lc 8,45; 9,33; 12,41; 18,28). Pedro afirma que Jesús tiene “palabras” (rhêmata) de “vida eterna” (v.68). El Padre los ha “atraído” hacia Jesús y ellos aceptan la palabra (como – en la
unidad anterior – la Madre [2,5], el Bautista [3,29], los samaritanos [4,42],
el funcionario real [4,50]):
Las palabras que les he dicho son espíritu y son vida
[zôê]. (v.63)
Tú tienes palabras de vida [zôê] eterna, (v.68)
Pero
Pedro va más allá: “nosotros” (= los
Doce) “creemos y sabemos” y lo que
afirma es que Jesús es “de Dios”,
cosa que los lectores sabíamos pero nadie había confesado. La santidad de Jesús
tiene allí, en el Padre, su origen. Pero aún esto es pasible de duda y traición
(texto omitido). Una nueva unidad del
Evangelio se empieza a preparar.
Una
nota sobre la así llamada “confesión de
fe de Pedro”. La pregunta de Jesús en los sinópticos acerca de qué dice los
“hombres” acerca de Jesús viene respondida por Pedro “en nombre” de los
discípulos (“ustedes”). El texto es central en Marcos que lo ubica como
conclusivo de la primera de las dos partes de su Evangelio (8,29): “tú eres el
Cristo”. En Mateo el texto es ampliado (16,17-20; también amplía la parte
negativa: “satanás”, vv.22-23) destacando la figura de Pedro en referencia a la
“Iglesia” de la que Pedro es “piedra”. En Lucas, aunque el texto no parece
fundamental, no debe descuidarse que Jesús formula la pregunta luego de estar “en
oración”, algo que Lucas destaca en momentos muy importantes. En los tres
textos se hace referencia a Jesús como “Cristo” (Lc añade “de Dios” y Mateo “el
hijo de Dios vivo”). Juan parece aludir aquí a la misma tradición (una confesión de fe de Pedro poniendo la confianza en
Jesús) con una formulación diferente referida a las “palabras”. En los
Evangelios se encuentran otras confesiones de fe, aunque especialmente en Mateo
y Marcos la de Pedro ocupa un lugar clave, como se dijo. No deja de ser
interesante que “tú eres el Cristo, el Hijo de Dios” es calificado de “Confesión
de fe de Pedro”, pero es lo mismo que afirma Marta (Jn 11,27) sin que se suela
hablar de “confesión de fe de Marta” (¿machismo?).
Dibujo tomado de periodicocamino.com
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