domingo, 27 de diciembre de 2015

Comentario Sagrada Familia "C·

Con el ejemplo de sus padres Jesús aprende a estar en las cosas de Dios

Sagrada Familia – “C”
27 de diciembre

Eduardo de la Serna



Lectura del 1er libro de Samuel            1,20-22.24-28

Resumen: una mujer estéril se dirige a Dios en su oración y es escuchada. Su hijo, Samuel será presentado en el Templo como agradecimiento a Dios por el favor recibido.

            En un pueblo, llamado Ramatáin, más tarde Ramá y luego Arimatea, un hombre llamado Elcaná estaba casado (1 Samuel 1,1). Tenía dos mujeres, Peniná y Ana (1,2). Ésta era la preferida de Elcaná (1,5), pero no tenía hijos.  Era un hombre religioso y año a año peregrinaba al santuario (1,3). Esto, entre otras cosas, es indicio de que la esterilidad de Ana no era a causa de su infidelidad, sino de otra cosa. “Yavé había cerrado su seno” (1,5), se dice. Como tener hijos era un indicio visible de la bendición de Dios, Peniná se burlaba y ofendía a Ana, tanto que se la presenta como “rival” (1,6). Aparentemente la ofendía especialmente cuando iban al Templo (1,7), seguramente para resaltar que ella era bendecida por Dios, mientras no lo era la otra. La tristeza la embarga a Ana que en las peregrinaciones se negaba a comer (1,7-8).

            Un día, después de haber comido se dirigió al Santuario donde la vio el sacerdote Eli. Ella empezó una intensa oración en medio de la amargura. Como es habitual en Israel, la lamentación o súplica, manifiesta su dolor por alguna/s razón/es, pero se manifiesta tan confiada en la intervención de Dios que suele terminar en alegría confiada. Ana pide un hijo, que sea signo de la bendición y no apariencia de maldición divina, y a su vez pide justicia frente a su rival. Por eso se compromete a entregar a su hijo al templo cuando éste nazca (1,11), será un consagrado. Una escena pintoresca acompaña este voto de Ana. El sacerdote Eli, al no escucharla hablar en voz alta, tal como era la costumbre, piensa que Ana está borracha -como también era la costumbre en las fiestas- y le dice que vaya afuera a vomitar su alcohol (1,14). Esto da pie a Ana a expresar su dolor al sacerdote que la manda en paz y le desea que Dios la escuche (1,17). Esto parece haber llenado de consuelo a Ana, como si Dios mismo le hubiera hablado, y “comió y ya no pareció la misma” (1,18). Ana halló “gracia” ante Dios (Ana quiere decir “gracia”, hanna en hebreo) y Dios “se acordó de Ana” (1,19) que engendró un hijo: Samuel. Como todos los años, Elcaná subió con su familia al santuario, pero Ana permaneció con el niño. Como su promesa era entregarlo al Templo, quería esperar el destete (aproximadamente a los 3 años en aquellos tiempos) para ofrecerlo en la primera ocasión. Así lo hizo y se lo presentó al sacerdote Elí recordándole la conversación tenida entonces.

            Ana, a continuación entona un cántico (1 Sam 2,1-10) expresando en el Salmo la alegría por la intervención de Dios “porque” (los himnos suelen tener un “porque” en la poesía hebrea). La referencia a los que dicen arrogancias, palabras altaneras, que él juzga las acciones, que Dios quiebra a los fuertes, que la estéril da a luz siete hijos y la madre de hijos queda estéril, levanta del polvo al humilde, y los malos perecen en tinieblas, los rivales quedan quebrantados, pues Yavé es el que juzga, en este contexto no puede sino referir a Peniná. Lo cierto es que, después de esto, y de que año a año Ana llevaba un vestido a Samuel (2,19), Dios le concedió tener otros tres hijos y dos hijas. Y aquí termina la historia de Ana ya que comienza en adelante a hablarse de su hijo, Samuel.

            Podemos tener presentes varios elementos de esta mujer: la burla de la otra mujer de Elcaná, la ofensa del sacerdote Eli, o incluso el voto y la ofrenda de su hijo que inspirarán después la leyenda de los padres de María -Joaquín y ¡Ana!- presentandola en el Templo. Pero conviene detenernos en otro aspecto: como persona religiosa, Ana confía plenamente en Dios. Llora, se apena, se niega a comer, se lamenta, pero precisamente su confianza en Dios le hace saber que su oración será escuchada. Precisamente como expresión visible de su bendición, como también lo es en el caso de otras mujeres estériles, matriarcas de Israel, como Sara, o la mamá de Sansón, o lo será luego la mamá del Bautista. Y por otro lado, también como persona religiosa, al recibir el signo de la bendición no puede sino cantar el agradecimiento a Dios “por” su obra en ella. Es interesante que un salmista, que tomó para su canto una parte del cántico de Ana (Salmo 113,7-8), parece terminar haciendo referencia a ella: “Asienta a la estéril en su casa, como madre feliz con hijos” (v.9).

            Lucas nos narra que otra mujer, llena de “gracia” también tomará mucho de este cántico para hacer el suyo, el Magnificat de María. Ana aparece entonces como una persona que confía que la “gracia” de Dios la acompaña en su vida, y sea en el dolor o en la alegría, en la burla de otros o el cariño, sabe que Dios “se acuerda de ella” y -en esto- se acuerda de su pueblo.


Primera carta de san Juan                     3,1-2.-21-24

Resumen: el inmenso amor de Dios por los suyos los engendra como hijos, y son ya ahora en el presente una realidad que – además – será más plena en la manifestación futura. Algo incomprensible para quienes no sean “hijos de Dios” sino que sean “del mundo” y por tanto sean incapaces de “conocer” y – por tanto – de vivir la justicia y la santidad como Jesús.

La carta Primera de Juan está escrita en un evidente marco polémico. Al interno de la comunidad aparecen algunos que dicen o hacen cosas que el autor de la carta considera contrarias a lo que el discípulo fundados (el discípulo Amado) había puesto como cimientos. Muchos vocativos parecen marcar los ritmos del texto (“queridos”, “hijos míos”, “hermanos”…); por otra parte, es evidente que los frecuentes “si alguno dice…”, “todo el que...” son indicios de que había en la comunidad quienes lo decían o hacían. Con un pequeño paréntesis sobre el ser y obrar como “hijos de Dios” Juan introduce una nueva unidad en la carta (paréntesis que parece introducido por los vv. 2,28-29 que son conclusión de lo anterior y nuevo comienzo). Luego de este paréntesis, desarrollará las características que tiene la vida cristiana (ser de la justicia y enfrentar el pecado [3,3-10], ser del amor y la vida, enfrentar los asesinos [3,11-24], ser de Dios, no del mundo [4,1-6]).

Hay muchos elementos que hemos visto la semana anterior (amor, conocimiento [es importante recordar que este conocimiento no se refiere a algo “racional”, como el que proponen los espiritualistas que “conocen a Dios”, sino una experiencia e intimidad profunda]), pero hay elementos nuevos que merecen ser mirados:

El versículo introductorio (2,29) establece una estrecha relación entre Dios, que es justo, y el cristiano que debe “obrar la justicia”. Sin duda que el tema es claramente conflictivo con los grupos que proponen un espiritualismo que los aísla del hermano/a. Obrar la “justicia” (entendida en sentido semita, como “vivir plenamente acorde a la voluntad de Dios”) no es habitual en los “espiritualistas que sólo pretenden mirarse en su relación personal (individual) con Dios. En ese sentido, en Juan, no parece distinto “obrar la justicia” que vivir “el amor”. Pero lo importante, además, es que ese tal “ha nacido de él” (si bien se dice que “Jesús es justo” [1,9; 2,1; 3,7], en este caso parece decirse de Dios). De allí que dedique, el autor, los siguientes dos versículos a desarrollar esta generación divina. Esto supone no un mero “título” sino una “generación”, una trasformación de las personas. Sin duda esto empieza a insinuar la confrontación que se desarrollará en los versículos que siguen ya que hay otros “hijos”, del diablo (3,8), de Caín (3,12), del anticristo (4,3), del mundo (4,5). La filiación se reconocerá en el obrar, pero no lo sabrán “conocer” los que son “del mundo”. Como se ve, el autor se mueve ante tipos contrapuestos (el mismo Caín es tipo del homicidio) que supone dos modos de ser y – por tanto – de obrar, la justicia o el pecado.

Es interesante que ante la nueva dimensión existencial, el texto habla del aspecto presente (lo que somos, 3,1b-2a) y lo que seremos (3,2b-c). El presente y el futuro. Pero esto es obrado – en el presente – por Dios en los hijos al “engendrarlos” (2,29), y tiene consecuencias: no son “del mundo” que es el ambiente que rechaza a Jesús (no debe entenderse en sentido platónico ni –menos aun en 1 Jn – espiritualista como “ciudadanos del cielo”; ver Jn 15,18-19; 17,14-16). Los “hijos” deben llevar una vida justa como la de Cristo (Jn 13,15.34; 15,12; 17,17-19), y tienen la esperanza puesta en el futuro (Jn 5,28-29; 17,24).

El tema del “futuro” no es un tema muy frecuente en Juan como es sabido. Sin embargo no es ajeno a un tema importante en el cristianismo desde los orígenes, como es la venida futura de Jesús (aparentemente a eso se refiere el futuro: “aún no se ha manifestado”, “cuando se manifieste”). Quien “conoce” a Dios es asemejado a él, “engendrado”; y en la tradición joánica, esta experiencia es mediada por Jesús: él poseyó el nombre divino y la igualdad con Dios (Jn 17,11-12); compartió este nombre con los discípulos (17,6.26), y estos han participado del destino de Jesús a manos del mundo (15,21) y contemplarán su gloria (17,24).

Cuando dice "Miren qué amor nos ha tenido el Padre», debemos pensar en Jesús, la fuente de la filiación, el amor encarnado de Dios dado por nosotros. El mundo es incapaz de conocer a Dios y a su enviado, por tanto, incapaz de conocer a sus hijos, que se asemejan a él. En el retorno de Jesús, cuando los hijos engendrados vean a Dios como es, la semejanza será aún mayor. La santidad / justicia es nuestra mejor preparación para ser semejantes a Dios y para verlo / conocerlo.

Con un “hijos míos” comienza la unidad litúrgica (el vocativo “queridos” de v.21 no marca una nueva unidad ya que continúa la referencia a la conciencia, cf. 19.20 y 21). En 4,1 un nuevo vocativo (“queridos”) da comienzo a un nuevo apartado.

El acento está en “no amar de palabra o con la boca” (v.18) sino “guardar” los “mandamientos” (22.24). Es evidente que el mandamiento es el tema central de la unidad (y de otras partes de la carta) haciendo referencia al “mandamiento del amor” que Jesús destaca en la despedida a los suyos en el Cuarto Evangelio. El primer contraste está dado entre “palabras” y “boca”, que se asemeja a los que “dicen” pero son “mentirosos” (cf. 2,4.22; 4,20) ya que no hacen aquello que dicen, por un lado, y las “obras” y la “verdad” por el otro. Ambos pares son sinónimos. La verdad, en Juan (como en general en la Biblia) no se trata de una teoría, sino de una praxis. La verdad se obra, se vive (Jn 3,21; 1 Jn 1,6; 3 Jn 8; cf. Tob 3,2; 13,6; Sal 33,4; 111,7; Ez 18,9; Dan 3,27; 4,34). Es por eso que “somos” de la verdad (v.19) porque “guardamos sus mandamientos”.

El mandamiento (aunque en v.22 se mencione en plural, a continuación se lo presenta en singular como “un” mandamiento, v.23) tiene una doble dimensión: creer en el nombre de su Hijo y que nos amemos unos a otros “según el mandamiento que nos dio” (de esto habla el Evangelio de hoy y el de la próxima semana, precisamente). El cumplimiento de estos mandamientos provoca la “permanencia” (ver Evangelio de hoy) que es una inter-habitación mutua: él en Dios y Dios en él. Y esto en relación al espíritu que ha sido “dado”. La referencia al discurso de despedida de Juan es evidente y remitimos a esto.

Parece muy probable que en la comunidad empiezan a surgir algunos que insisten en que el ser discípulos es solamente amar a Dios y desentenderse de los hermanos. Este espiritualismo creciente (que culminará en fractura en la comunidad, como se ve en las cartas 2ª y 3ª) es ante lo que el autor alega haciendo referencia a los momentos originarios de los dichos de Jesús tal como el Discípulo Amado los ha transmitido y se encuentran en el Evangelio y por eso repite el contexto “original”.



+ Evangelio según san Lucas               2, 41-52

Resumen: Jesús se dedica a las cosas de su Padre aunque eso desconcierte a su familia, la cual con el ejemplo le enseña a estar atento a las cosas de Dios en la fidelidad a sus caminos.

            El Evangelio de Lucas, como es sabido, no pretende hacer una presentación de la “Sagrada Familia”, aunque haga referencia a los padres de Jesús. Veamos el texto y digamos, después, algo de la familia de Nazaret.

            El texto tiene algunos elementos que enriquecen el relato, y otros elementos que parecen sin importancia, casi a modo de leyenda. Las opiniones de los autores se mueven entre extremos, desde los que opinan que es un hecho histórico, confiado a Lucas por María y que presenta a Jesús como la “Sabiduría personificada” de la que hacen referencia los escritos sapienciales, hasta los que afirman que es un relato legendario y sin ningún sustento, al estilo de algunos narrados por los evangelios apócrifos. Hay elementos que “incomodan”, como por ejemplo, ¿por qué no entienden los padres de Jesús su referencia al “padre” si ya conocen lo extraordinario de su nacimiento? Además, hay elementos que no son claros: la frase “a los tres días”, ¿es una alusión velada a la resurrección?, ¿cómo hay que entender “en lo de mi padre”? La actitud de Jesús sentado entre los maestros, ¿es de discípulo o de docente? Hay muchos elementos que pueden discutirse y cuestionarse.

            El marco es típicamente de Lucas. Jesús, en su evangelio, “sube a Jerusalén” una vez, para la Pascua. Allí confluye todo el relato del Evangelio, el cual -como se sabe- dedica un importante bloque a este viaje a la Ciudad Santa. El marco de este relato también es un viaje a Jerusalén para la pascua. Es cierto que otros elementos no parecen propios de Lucas, por lo que se ha propuesto – y nos parece probable – que el evangelista haya conocido este relato y -con ligeros retoques- lo haya incorporado tardíamente a su evangelio; el final de v.52, muy semejante a v.40 es un nuevo elemento que invita a esta conclusión (Lucas incorpora un texto y para “cerrar” el bloque, repite la idea con la que antes lo había terminado). Así se comprende, por ejemplo, que los padres no comprendieran el dicho de Jesús (y que José sea presentado como “padre”, cuando en el conjunto de textos anteriores sabemos bien que no lo es. Probablemente, el texto que Lucas incorpora no conociera el dato de la concepción virginal). El relato no pretende entrar en detalles, por eso es inútil preguntarse por qué los padres lo olvidan, pierden o dejan; a lo que el texto apunta es a destacar el encuentro y las palabras de Jesús, que es lo principal de la unidad. Jesús las pronuncia a partir de las palabras de su madre, en juego de palabras, por lo que tampoco estas son fundamentales para el comentario.

            Que Jesús esté “sentado en medio de los maestros” no debe verse necesariamente como algo extraordinario. Estar “sentado” puede ser la actitud de enseñar (Lc 5,3; ver Mt 23,2; 26,55) pero también la del discípulo (Hch 22,3). El hecho – inusual en Lc – de que los llame “maestros” parece invitar a la segunda. Lucas ha manifestado predilección por los pares de miembros (“parientes y conocidos”, v.45, por ejemplo), “talento y respuestas” parece, entonces, algo frecuente en él. Ya sabemos, y se repetirá, que Jesús crece en sabiduría, es lógico, entonces, que tenga talento y haga preguntas, pero esto no habla de que sea “la sabiduría” sino que “crece en ella”, como lo confirman los dichos que Lc pone a modo de marco en vv.40 y 52).

            La pregunta de la madre lleva a la afirmación de Jesús sobre el padre, pero – “debía estar en lo de mi padre” – puede entenderse de diferentes maneras: en los “parientes” de mi padre (en ese caso se referiría a los “maestros”, lo que resulta extraño), en “la casa de mi padre” y se referiría al Templo, o en “las cosas de mi padre” y se referiría a su formación en la lectura de la ley. La referencia al Templo es probable dado que en los evangelios de la infancia hay una insistencia en la fidelidad de los padres de Jesús a las cosas mandadas por la ley, y al comienzo se nos ha insistido en que peregrinaban todas las pascuas al templo, tal como estaba mandado (más allá de si un muchacho de 12 años debía o no hacerlo). Sea como fuere, el acento está puesto en la respuesta de Jesús, particularmente en la referencia a su “padre”. La cristología había ido avanzando en el reconocimiento de la filiación divina de Jesús. Lo que en textos como Rom 1,3-4 era dicho desde la resurrección (“constituido hijo de Dios por la resurrección”), al ponerse en narrativa evangélica era dicho desde el bautismo (“tú eres mi hijo...”, Mc 1,11). Sin embargo, Mateo y Lucas se remontan a la infancia, y entonces señalan que esta filiación está dada desde el comienzo (Mt 2,15; Lc 1,32), por intervención del Espíritu Santo (Mt 1,20; Lc 1,35). Esto queda visiblemente destacado en este texto donde Jesús afirma claramente su filiación divina: “mi padre” refiere indiscutiblemente a Dios, especialmente en el contraste dado en el texto con la paternidad de José.

            Podemos decir, entonces, que el texto destaca una proclamación cristológica presentada en un relato que puede tener elementos legendarios o meramente narrativos, pero que pretende señalar esta relación entre Jesús y su Padre celestial como fundamental de toda su vida (“debía”) y lo que marcará su ministerio.

            Son pocos los textos en el NT en los que se presenta a la “Sagrada Familia”, y aunque el texto no tiene la intención precisa de hablar “sobre” ella, hace referencia a ella al incorporarlos en el relato. Es característico de la narración de Lucas que se destaque la fidelidad de los padres de Jesús a lo que está mandado en la ley; en este texto los encontramos peregrinando a Jerusalén para la Pascua. E incluso, aunque no se centre en ellos el relato, es en este “marco familiar” donde Jesús aprende la fidelidad a las cosas de su Padre, donde crece en sabiduría y donde “les estaba sumiso”, porque observa el mandamiento de honrar padre y madre (ver Prov 3,4). El relato se nos presenta, entonces, como una transición entre la infancia, de la que había venido hablando y la adultez de la que comenzará a hablar a continuación; transición en la que su familia ocupará un rol fundamental.

            El marco “folclórico” del Evangelio de hoy nos muestra algo que es aparentemente frecuente: una peregrinación: “todos los años”, “para la Pascua”, “Jerusalén”. Así nos encontramos a María y José presentados como judíos fieles, y personas religiosas, y buenos padres en la educación de su hijo. Dentro de esto habitual, ocurre lo inesperado: el muchacho se pierde, y – lógicamente – los padres se angustian. Dejemos de lado el marco que nos puede llevar a equívocos, como preguntarnos cosas a las que al autor del relato no le interesaba dar respuestas. Lo que importa, sobre todo, es presentar a Jesús, lo cual es lo que siempre hacen los Evangelios. María y José son – entiéndase bien – “actores de reparto” en esta “escena”, ellos son el “marco” religioso en el que se desarrolla la vida de Jesús. Por esa religiosidad es que aunque no comprendan los planes de Dios ("no comprendieron la respuesta que les dio") igualmente los meditan y rumian en el corazón. Es a ellos a quienes Jesús les está sujeto. Es con ellos con quienes Jesús peregrina "como de costumbre" al Santuario. Es de ellos de quienes Jesús aprende y con quienes crece "en sabiduría y en gracia"...

            Como es evidente, y el mismo dramatismo de la escena lo pone de manifiesto, la clave está en el re-encuentro. Dos cosas llaman especialmente la atención: el niño entre los doctores, y la respuesta del muchacho a la pregunta de la madre. Generalmente se ha puesto más de realce la primera, pero parece que el acento debe ponerse en la segunda. Vemos: no se dice que el joven “enseñe”, sino que “pregunta y responde”, lo cual puede ser una actitud de discípulo, no necesariamente de maestro (algunos han pretendido que estar “sentado en el medio” era una actitud doctoral, pero – como hemos dicho – también puede ser actitud de discípulo). Lo que sí es importante en esto: la sed de aprender las cosas de Dios que nos manifiesta el hecho de que Jesús se haya quedado en el templo, y que en lugar de estar preocupado por estar perdido esté atento a “dejarse enseñar”. El niño no manifiesta angustia, sino sabiduría. La sed de Dios que los padres le han inculcado con el ejemplo de vida piadosa, files a la Ley, atentos a los profetas, respetuosos de las fiestas no ha caído en saco roto, sino en tierra fértil, y los doce años son buena edad para empezar a manifestarlo. Lo que el niño manifiesta, entonces, es una gran sed de Dios, de conocer sus caminos, y así como muchos en el futuro se admirarán de sus milagros y de que hable con autoridad, así ahora se admiran de sus preguntas y respuestas. La familia empieza a mostrar su retoño.

            Aunque ya sepamos que el nacimiento de Jesús es virginal, la madre hace referencia a “tu padre y yo” para dar paso a la re-pregunta de Jesús: ¿no sabían? “Lo de mi padre” puede interpretarse de diferentes maneras, pero sobre todo destaca que Jesús se reconoce como “hijo de Dios” y esto está en el centro del relato. Una de las cosas más importantes que se dicen de Jesús en todo el Nuevo Testamento es que es hijo de Dios, y esto ya se señala claramente desde la infancia. Pero esa relación tan estrecha y personal con su padre del cielo, encuentra un “humus” en su familia en la tierra que con la palabra y el ejemplo le muestra el camino de la fidelidad, la docilidad y verdadera sabiduría “sabiendo” reconocer la voluntad de Dios.

            Hoy la liturgia nos presenta a Jesús y a sus padres; mirándolos podremos aprender la verdadera religiosidad, la de quienes están dispuestos a dejarse enseñar por Dios aunque no comprendamos muchas veces, la de rumiar las cosas de Dios para dejarlo crecer en nuestro corazón y buscar, a veces a oscuras, que se haga su voluntad y su proyecto. Así, en esa búsqueda y fidelidad, aprenderemos a andar en los caminos de Dios, de quien Jesús nos hizo hijos.




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