sábado, 19 de diciembre de 2015

La prohibición de las imágenes (para no domesticar a Dios)

La prohibición de las imágenes


Eduardo de la Serna



Es sabido que Dios prohíbe en su ley que en Israel se hagan imágenes de Dios, como sí las hay en los pueblos vecinos. Imágenes zoomorfas (con forma de animales), antropomorfas (formas humanas), híbridas (mezclando elementos humanos y animales) eran cotidianas en Egipto, Canaán, Babilonia, Asiria, Persia… Podríamos intentar dar respuesta a la pregunta de “por qué” tal prohibición, pero sólo nos detendremos en esto someramente. Por un lado, para dejar claro que Israel no es como los demás pueblos, algo que se repite con mucha frecuencia en la Biblia. Pero también hay otro elemento más profundo, y es que el Dios de la Biblia es siempre mayor de todo lo que pudiéramos “imaginar”: Dios no es eso (o quizás, “es eso” pero es muchísimo más que eso). Cualquier cosa que se “diga” de Dios (aun las más fieles al Dios que se revela) siempre serán limitadas, parciales e incompletas. Precisamente una característica que tiene la imagen (estatuas, maderas, cerámicas, pinturas…) es que tiene un límite. “Esto es Dios” implica, a su vez, no es más allá de esto. Una imagen no sólo dice “esto es” sino también “fuera de esto no es”. La característica de la imagen es que acota, dimensiona, limita. Y el Dios bíblico no acepta ese límite. Para decirlo con palabras no bíblicas, pero fieles al fenómeno, “Dios es infinitamente más”.

En este sentido podemos dar un paso más: lo que esto demuestra es que el Dios bíblico no es necesariamente lo que se dice de él (que puede ser correcto) sino lo que se cree de él. Lo que dicen de Dios al limitarlo en el becerro de oro (“este es tu Dios que te sacó de Egipto”) es cierto, los que llaman a Jesús “señor, señor” dicen correctamente. Pero es su obrar, son sus hechos los que revelan cómo es (el “cómo” remite a esa “imagen”) ese Dios que proclaman.

Podemos señalar, a modo de paréntesis, que todos, lo queramos o no, lo reconozcamos o no, tenemos introyectada una imagen de Dios. En general el ateo afirma “no creo” y remite a una imagen de Dios en la que no puede o quiere creer (debo confesar que en muchísimos casos también yo soy ateo del Dios que muchos imaginan). Otros al afirmar que “creo”, evidentemente reconocemos aceptar y adherir a una imagen de Dios. Es normal eso, que tiene muchísimas causas: la imagen paterna, lo que hemos recibido o sufrido, lo que nos han testimoniado, lo que hemos aprendido, vivido, caminado… pero es fundamental saber que esa imagen que todos tenemos, ¡¡¡no es Dios!!!, Dios es siempre infinitamente mayor que esa imagen que tenemos. De allí el famoso principio teológico que afirma que de Dios es mucho más lo que podemos afirmar que “no es” que lo que decimos que “es” (inmortal, invisible, etc… remiten a no-mortal, no-visible, etc). La mística siempre ha tratado de aprender a “dejar a Dios ser Dios”, o para ser más precisos, “dejar que Dios sea Dios en nuestra imagen interna”. Pero esto implica mucha libertad de espíritu  (de esto se trata ser místicos), mucha confianza en Dios aunque no lo conozcamos bien… Dejar que Dios marque los caminos, que Dios se vaya manifestando (o lo vayamos reconociendo allí dónde, cómo, cuándo se manifiesta).

Pero no podemos negar que, precisamente por ser difícil, siempre es más fácil acomodar a Dios a nuestros esquemas (olvidando aquello de los vinos nuevos en odres nuevos), que puede esconder miedo y parálisis frente a la novedad. Si Dios no entra en nuestros esquemas, si no es lo que nosotros creemos que es podemos sentir que se nos mueve el piso, que se nos cae el edificio que hemos edificado (la mística, precisamente, por el contrario pretende vivir a la intemperie).

Y me quiero detener un poco en un elemento característico de este intento de limitar a Dios y sus cosas, de meterlo en nuestros esquemas, algo que hemos vivido y vivimos cuando la estructura eclesial nos propone modelos de santidad.


  • La beatificación del cura Brochero presentó un cura clásico que celebraba misa, anunciaba el Evangelio, confesaba y predicaba a los pecadores. Sin duda alguna “eso” fue Brochero. El tema estaba en todo lo que no se decía y que “también” fue Brochero. Y no me refiero sólo a que fumaba y tomaba, sino a sus luchas políticas para hacer caminos, escuelas, tener ferrocarril, por ejemplo…
  • La diócesis de San Isidro ha rescatado la figura de Pancho Soares, asesinado en febrero de 1976. Y si ya pasaron los tiempos en que nadie decía en la curia que “lo mataron” (la frase era “murió Pancho”), la pregunta de cómo vivió no ilustra el por qué fue matado (y quienes). Entonces la vida de Pancho nuevamente se mostraba como devoto de la Eucaristía, piadoso, obediente, caritativo… y a su vez ingenuo, y algo desprolijo. Quizás eso (o parte) sea cierto, pero nada se dice de su compromiso con la historia y los tiempos, con el peronismo, los trabajadores (siendo trabajador también él), su denuncia profética y militancia.
  • Los 40 años del asesinato de Carlos Mugica también lo presentaron como un “cura villero” que vivía en la villa (= favela), predicaba, se enorgullecía de ser “sacerdote de Cristo”, usaba clergyman, trabajó por y para los pobres. También cierto, pero nada se destacó de su militancia, compromiso político, su pasión por el peronismo, su crítica a cierta Iglesia del poder, su participación en el Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo.
  • Hace unos días se beatificó a monseñor Romero. Y se señalaba su amor a la Virgen, su piedad, su amor a la Iglesia (“sentir con la Iglesia”), su “muerte” en la celebración eucarística. Además, de otros elementos “curiosos” sobre Romero y la Teología de la Liberación, por ejemplo que no valen la pena señalar (por absurdos). Pero nada se dijo de la palabra profética de Romero, del odio que la derecha salvadoreña le manifestaba (hasta el punto de festejar su asesinato… ¡y motivarlo!), de su ser considerado como la “voz de los que no tienen voz”, de su rechazo en el seno de la Iglesia jerárquica (salvadoreña, latinoamericana e incluso romana). Nada de eso tampoco aquí.


Es curioso (en los tres últimos casos que señalé) que se trata de mártires, lo que supone – según la teología tradicional, con la que no coincido plenamente – que hay “odium fidei” (odio a la fe). Esto pone el acento en los matadores más que en la actitud que mueve al matado, creo, pero no deja de ser interesante: ¿por qué Fulano decide matar a Pancho/Carlos/Romero?, ¿qué hubo de su vida que motivó el odio?, ¿qué hubo de su vida que fue motivado por la fe del matado? Obviamente – y acá un tema central – esto implica que el asesino (los) aunque en su boca confiesen, en su ejercicio práctico manifiestan odiar ese compromiso militante. Y, precisamente, resulta curioso que la Iglesia sea la que, en estos casos, omita en sus discursos esa fe práctica que mueve a los mártires, y mueve a los matadores. Los matadores desaparecen en los discursos, y casi pareciera que a Romero lo mataron por rezar el rosario, a Mugica por amar a los villeros y a Pancho Soares por adorar a Jesús Eucaristía.

A lo mejor no se trate solamente de no hacerse imágenes de Dios, sino tampoco hacerse imágenes estructuradas, limitadas (y falsas) de aquellos a quienes la Iglesia propone como modelos a seguir. A lo mejor no solo hay que dejar a Dios ser Dios, sino dejar a los santos serlo, y darnos la posibilidad libre de elegir si queremos o no seguir sus caminos. La imagen de Romero difundida en la ceremonia, por ejemplo, resultaba casi una paradoja y contradicción con la voz del profeta, el padre de los pobres. Un Romero hierático, bendiciendo, no uno predicando, no uno rodeado de gente pobre. Pero por suerte para la misma Iglesia, Dios zafa siempre de las imágenes que le fabricamos, y sus amigos y amigas también saben hacerlo y por todas partes se cuela el espíritu.



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