sábado, 19 de diciembre de 2015

Recibiendo a Romero



Recibiendo a Romero


Eduardo de la Serna



Teológicamente hablando se llama “recepción” a la apropiación que hace el pueblo de Dios de algo (textos, personas, documentos…). La idea nace de la certeza de la presencia del Espíritu Santo en medio suyo. Es decir: cuando el Pueblo de Dios se apropia de algo/alguien lo hace porque sabe que allí Dios está soplando. Y en esa recepción el mismo Espíritu Santo lo lleva a ese reconocimiento. Es decir, el mismo Espíritu que se hace presente en lo apropiado actúa en el pueblo apropiador. Hay, así, una comunión entre este pueblo que “recibe” tal persona o texto y la persona o texto recibido.

Muy lejos está ésta concepción de la imagen verticalista o legalista que cree que algo es o no propio del pueblo porque la autoridad así lo ha decretado. Así, por ejemplo, encontramos muchos textos emitidos por la jerarquía, o muchos santos canonizados que no han sido “recibidos” por el Pueblo de Dios. Y bien haría la jerarquía en escuchar esa voz del Espíritu Santo antes de proponer – y hasta imponer – santos o documentos como normativos, o como guías. 

Es cierto que esa actitud humilde no es muy frecuente; muchas veces la propia ideología, los miedos, las estructuras parecen más importantes que esa escucha, o discernimiento. Y podrían mostrarse cientos de casos en los que se propone (o casi impone) determinado santo o santa, poniéndolo, por ejemplo, como patrono de… o modelo de… 

Pero también es habitual lo contrario, es decir, que muchos personajes o ideas no son valoradas o reconocidos a pesar que el pueblo de Dios ha sabido “recibirlos” y tomarlos como propios. O, en el mejor de los casos, que se demore intolerantemente en reconocerlo.
En otro lugar hemos destacado, además, la manipulación, deformación o domesticación de personas o textos. Hemos destacado, por ejemplo, que nos parece muy probable que la manipulación (y adulterio) sufrido por el documento de Aparecida ha sido decisiva en su falta de apropiación por parte del Pueblo de Dios.

Otro ejemplo interesante puede notarse en la liturgia. El pueblo de Dios se ha apropiado de algunos pocos elementos haciendo su propia síntesis creativa en las manifestaciones de su religiosidad popular. 

Y valga esto también para aquellos a quienes el pueblo ha canonizado. Sin duda alguna el caso de Romero, santo de América toda, es emblemático. En vida fue cuestionado, rechazado, boicoteado por sus hermanos obispos; el papa lo maltrató; los medios lo estigmatizaron, la clase alta festejó su asesinato… Pero el pueblo lo canonizó de inmediato. “Santo y mártir nuestro”. Con la ideología que suele caracterizar a las jerarquías eclesiásticas, amigables con el poder (algo que expresamente le dice el Papa a Romero que debiera hacer), Romero debía quedar en cajones vaticanos. Pero la canonización popular seguía su curso. Y hubo cambios en la curia y cambios en el gobierno de El Salvador, y entonces parece el momento adecuado para la beatificación. Pero, como la jerarquía suele tener la tentación (y caer en ella) de apropiarse de las palabras y los símbolos, de ser – o creerse – la garante de la ortodoxia (en este caso de decir “Romero era así, y Romero no era asá”) puso en marcha el proceso de beatificación. Pero para no tener la angustiante inseguridad de que el Espíritu sople sin pedirle permiso, empezó a “vender” un Romero a medida, a su propia imagen y semejanza. Ahora se podía: ya no está ni Lacalle Sáenz, ni López Trujillo ni Juan Pablo II, ni Arena en el gobierno, pero no sea cosa de exagerar. Entonces insistir en el Romero de sotana episcopal, de su lema “sentir con la Iglesia”, de que fue asesinado al celebrar la eucaristía, que no era teólogo de la liberación (ni de la “no liberación”, simplemente porque no era teólogo, era pastor y profeta), que su opción por los pobres era “evangélica y no ideológica” (sic, sic y recontra sic… Amato dixit), olvidando, entre otros, textos como Mateo 25 (“tuve hambre y me dieron de comer…”) o ignorando que ser cristiano no es seguir una idea o una doctrina sino una persona: Jesús (Benito XVI, lo dijo). El amor a los pobres es simplemente eso, “amor a los pobres”… nada menos. Y los pobres son un sacramento, según decían los santos padres de la Iglesia, son “vicarios de Cristo”.

Pero esa domesticación, esa “normativa” no es lo que el pueblo de Dios ha recibido. No es ese el monseñor Romero que vimos en estos días caminando por las calles y los cantones campesinos, no es ese el Romero que sigue vivo en medio de su pueblo, resucitado. Casi, casi, pareciera que el Vaticano ha beatificado a otro. El pueblo de Dios, en cambio, ha “recibido” de Dios el don de la vida de un pastor que supo ser “voz de los que no tienen voz”, como se decía. O, quizás más propiamente, que supo hacer suya la voz del pueblo y gritarla para que fuera escuchada multiplicándola, ampliándola y “recibiéndola”.

Romero “recibió” del pueblo pobre una voz que Dios le dirigió, y supo reconocerla y cambiar. Y al escuchar esa voz supo repetirla, supo que era fácil ser pastor de ese pueblo. Esa era la voz que los poderosos (y sus amigos episcopales) no podían soportar. Y decidieron callarla. El tema, que persisten en no reconocer desde hace ya 2.000 años, es que “podrán callar al profeta, pero su voz de justicia no. Y le impondrán el silencio, pero la historia no callará” (canción El Profeta, dedicada a Romero). El pueblo supo reconocer a su profeta, al enviado del Espíritu Santo. Ojalá también aprenda a hacerlo la Iglesia para no beatificar imágenes de yeso, ídolos de cartón. Y aprenda a “recibir” lo que hace ya tiempo el pueblo ha recibido; sino, seguiremos siendo testigos de una distancia inmensa, e incomprensible de quienes afirman ser pastores. No estaría mal que aprendan (aprendamos) de aquellos pastores que el pueblo de Dios ha “recibido” como propios.

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